Según el Censo de Floridablanca, en 1786 había en Navarra cerca de 57.000 “hidalgos”, aproximadamente una cuarta parte (25,2%) de la población total. La variedad del medio físico y de la historia habían contribuido a un reparto muy desigual de la nobleza: mientras casi la mitad de los habitantes de la merindad de Pamplona (46%) eran de familia hidalga, sólo lo eran el 21% en la de Sangüesa, el 12,5% en la de Estella, el 8% en la de Olite y el 4,5% en la de Tudela. Estas mismas cifras advierten de la coexistencia de muy diferentes grados y tipos de nobleza: desde la hidalguía colectiva de algunos valles pirenaicos hasta los grandes y títulos, propietarios de extensos-señoríos, en la Ribera.
Como en el resto de España, la hidalguía era una condición jurídica y socialmente privilegiada. En Navarra, aunque los simples hidalgos no estaban exentos del pago de cuarteles y alcabalas y del repartimiento por fuegos, que componían los capítulos esenciales del “servicio” de las Cortes, gozaban de otros importantes privilegios: militares (exentos de alojamientos, bagajes y construcciones), judiciales (ni tormento ni risión por deudas), económicos (vecindades “foranas“* y aprovechamientos vecinales dobles), políticas (reserva de oficios del gobierno local) y sociales (escudo en la casa, llevar armas y ropas ricas, cazar con galgos, ocupar los primeros puestos en todo acto público, etc.). Por ello, el acceso a la nobleza fue el objetivo ambicionado por todo el que, con dinero o prestigio, intentaba ascender en la jerarquía social. La compra de hidalguías de privilegio en el siglo XVII y, más frecuentemente, la introducción fraudulenta, que dieron pie a numerosos pleitos y leyes sobre probanzas de hidalguías, escudos, etc., son hechos abundantemente documentados.
Durante los siglos XV y XVI, los reyes concedieron diversos privilegios reconociendo que todos los vecinos -no así los simples moradores- de determinados valles y lugares eran hidalgos por su origen. Esta hidalguía “colectiva”, concedida o ratificada por el rey a Lumbier (1391), Aoiz (1424), Iribas y Alli (1455), Munárriz (1457), Gollano (1476), Inza, Betelu y Errazquin (1507), Miranda de Arga (1512), no siempre comportaba todos los privilegios del hidalgo de sangre. Algunos valles montañeses, como Aézcoa, Lana, Larráun (1497), Bértiz (1429), Baztán (1440), Salazar, Roncal, Cinco Villas, protestaron siempre de ser “hidalgos originarios”, por no estar “contaminados” de judíos y moros y ser los iniciadores de la reconquista. De hecho, todo este grupo de hidalgos se confundían con sus convecinos labradores en cuanto a los modos de vida.
De mayor relieve era la que podemos calificar de nobleza media, constituida por los “palacianos”, “remisionados” y “señores de pechas”. Ricos propietarios rurales -aunque tampoco excesivamente- gozaban de más importantes privilegios fiscales y militares. Desconocemos su influencia social y, sobre todo, política, desde el brazo nobiliario en las Cortes, en la Diputación y en las ciudades, pero parece que encontró poca competencia en una burguesía poco numerosa y en una alta nobleza ausente.
El estrato superior de la nobleza del reino lo constituían los “titulados”. Antes de la conquista por Fernando el Católico se habían concedido 11 títulos, algunos tan importantes como el condado de Lerín (1424, a Luis de Beaumont), el de Santesteban de Lerín (ca. 1450) y el de Cortes (1413). Si durante todo el siglo XVI sólo se crearon tres nuevos títulos, destacando el de marqués de Falces en 1513, en los siglos XVII y XVIII se multiplicaron -25 y 49, respectivamente- de acuerdo con las necesidades hacendísticas y de patronato de la Corona, que así premiaba servicios de armas o en la administración. De este modo, muchos palacianos, señores de tierras y de jurisdicciones, adquirieron títulos correspondientes a sus propiedades; condado de Javier (1625), marquesado de San Martín de Améscoa (1690), de Góngora (1695), de San Adrián (1696), etc. Las rentas de los titulados navarros, en comparación con las de sus parientes castellanos o aragoneses, fueron más bien escasas, unos 6.000 ducados anuales las del marqués de Cortes hacia 1620, y en torno a los 4.000 las del marqués de Cadreita y vizconde de Zolina.
Durante el siglo XIX, la nobleza navarra siguió la misma evolución que la del resto de España. Las Cortes de Cádiz (1810-1814) suprimieron la hidalguía y, aunque su legislación fue derogada en bloque por Fernando VII (III de Navarra), en 1814, puede considerarse entonces prácticamente desaparecida; las leyes que, entre 1810 y 1837 dan forma a la revolución liberal terminan con su poder jurisdiccional, al hacer electivos los cargos municipales y al depositar la judicatura en un cuerpo profesional específico y en unos tribunales uniformes; los hidalgos quedaron en labradores, comerciantes o industriales como los demás.
Aunque también se vieron afectados por esas reformas administrativas y judiciales, los títulos, en cambio, no sólo se mantuvieron sino que aumentaron, por la política de creación de una nueva aristocracia que siguieron Isabel II y sus sucesores, por un lado, y los jefes de la dinastía carlista por otro, siendo así que, en diversos momentos, y como prenda de conciliación, los monarcas isabelinos reconocieron los títulos carlistas* a cambio de reconocimiento también de los derechos de aquéllos al trono de España.
Esta nueva nobleza, no obstante, fue abandonando paulatinamente, durante el siglo XIX, primero los ámbitos rurales -en los que hasta el siglo XVIII había transcurrido una buena parte de su vida- y al cabo las propias ciudades -incluida Pamplona-, en beneficio de Madrid.
En general, y contra lo que podría aventurarse, la base de esta nobleza cortesana siguió siendo agraria. Los antiguos señores y cabezas de mayorazgo se convirtieron en propietarios absolutos de sus tierras, y los nuevos títulos recayeron sobre burgueses que, por lo general, participaron durante el mismo siglo XIX de la desamortización eclesiástica, como se ha comprobado al elaborar la lista de compradores de tales bienes.
La documentación más diversa sobre la historia de Navarra de la segunda mitad del XIX, hasta nuestros mismos días, está salpicada de notas que muestran la permanencia de una cantidad notable de propiedades en manos de la aristocracia. Recuérdese, por ejemplo, la importancia que tenían aún en 1985 -en relación con la extensión del respectivo término- las tierras que en Zolina, Monteagudo, Traibuenas y Cadreita poseían los marqueses de Narros y San Adrián y los duques de Miranda y Alburquerque respectivamente (Desamortización civil*, Sociedad*). Pero también es cierto que ningún título navarro figuraba entre los más ricos de la aristocracia española del siglo XIX y el XX.
Fuentes documentales
Archivo General de Navarra: Sección Comptos. Documentos y Registros. Papeles Sueltos. Libros de Mercedes Reales. Libros de Protonotaría y Tesorería. Sección Reino. Nobleza. Cuarteles y alcabalas. Protonotaría. Libro de Armería del Reino de Navarra. Libros de Heráldica. Sección del Consejo Real. Procesos. Sección de Protocolos Notariales. Actas de Cortes. Actas de la Diputación del Reino.
Bibliografía
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un reino con fuerte personalidad histórica
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