Guerra de la Independencia: el inexperto Ejército Continental de George Washington frente a Inglaterra.-a
Soledad Garcia Nannig; Maria Veronica Rossi Valenzuela; Francia Vera Valdes
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Pintura en la que se representa la rendición británica en Yorktown, por John Trumbull |
La ayuda española e hispana al nacimiento de Estados Unidos
3 de septiembre de 1783. Tras meses de tensas negociaciones, el Tratado de París entra en vigor. Según lo acordado en este, Inglaterra reconoce la independencia de las 13 colonias americanas. El rey Jorge III, que no hacía mucho había elegido desoir las demandas que le llegaban desde el Congreso Continental, pierde todas sus posesiones al sur de Canadá. Se daba carpetazo de este modo a una guerra que se había dilatado en el tiempo durante más de ocho años. Una guerra en la que la mayor potencia marítima de la época, con el control de uno de los ejércitos más válidos, perdía frente a un enemigo que, si bien contó con el imprescindible apoyo de España y Francia, no tenía la preparación ni la capacidad necesarias para derrotar a los casacas rojas: el ejército continental.
Efectivamente, las tropas lideradas por el general George Washington, que era uno de los pocos militares con algo de experiencia en las colonias antes de la guerra, no solo fueron capaces de resistir los ataques del ejército británico, que les tuvo entre la espada y la pared en más de uno ocasión. Sino que, además, consiguieron derrotar a los regulares británicos en batallas tan importantes como la que se libró contra el general Burgoyne en Saratoga (1777). Pero, ¿cómo fue esto posible? ¿Cuál fue la razón por la que un contingente mal equipado y falto de disciplina consiguió acabar con el dominio del Imperio en América del Norte?
Del amor al odio
Lo cierto es que tan solo 10 años antes de que comenzase la revolución, nada parecía indicar que las colonias norteamericanas se enfrentarían a su metrópoli. La Guerra Franco-India, librada contra Francia entre 1754 y 1763, acababa de finalizar y el Reino Unido había sido el vencedor de la contienda. Por entonces, parecía que la relación entre la monarquía inglesa y sus súbditos norteamericanos se encontraba en su mejor momento. «A mediados del siglo XVIII, los colonos americanos procedentes de Gran Bretaña honraban la bandera inglesa de sus antepasados y respetaban plenamente la figura del rey Jorge III que encarnaba la autoridad de la patria», señala a este respecto Montserrat Huguet en su libro « Breve historia de la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos» (Nowtilus).
Sin embargo, esta relación se vio entorpecida por la adopción de una serie de gravaménes comerciales desde Londres, en parte destinados a sufragar los esfuerzos militares en la anterior contienda. Estas medidas acabaron provocando un progresivo distanciamiento entre los colonos y Gran Bretaña. Tanto que no tuvo que pasar demasiado tiempo antes de que los Hijos de la Revolución, patriotas norteamericanos liderados por Sam Adams que tenían por fin defender los derechos de los colonos, comenzasen a emplumar (literalmente) a los partidarios del rey Jorge y a los recaudadores de impuestos en el puerto de Boston (Massachusetts). Precisamente esta ciudad era la más contraria hacia las leyes impuestas desde las islas.
El progresivo distanciamiento entre los colonos y Londres alcanzó cotas mayores según las medidas adoptadas por el Parlamente británico se endurecían. Así lo reflejan acciones como el Motín del Té de Boston, cuando en la noche del 16 de diciembre de 1773 un grupo de Hijos de la Libertad, disfrazados como indios, lanzaron al agua 342 cajas de té británico. Se trataba de una forma de alzar la voz contra los impuestos con los que esta bebida, tan popular en las colonias como en Gran Bretaña, había sido gravada. La respuesta de Londres ante esta acción no se hizo esperar, y recibió el nombre de leyes coercitivas: una serie de disposiciones destinadas a restar toda la autonomía posible a la cada vez más rebelde colonia de Massachusetts.
Entre estas medidas se encontraba el cierre del puerto de Boston y la ley de acuartelamiento, que obligaba a los habitantes de esta ciudad a alojar a soldados británicos. La respuesta por parte de los colonos tampoco se demoró. Comenzaron a organizarse y a almacenar armas. También, mediante las resoluciones de Suffolk, declararon inconstitucionales las leyes coercitivas y animaron a la formación de un gobierno alternativo para Massachusetts.
Mientras tanto, el resto de colonias veían con recelo los últimos sucesos. Preocupaba que las medidas adoptadas contra Boston se extendiesen a sus propios territorios. Por esta razón, y con el fin de presentar un frente unido, acordaron celebrar una asamblea en la que tratar sus diferencias con Londres. Algo que no cayó muy bien en Reino Unido. «La sorpresa para Gran Bretaña fue que todas las colonias se sintieron amenazadas por las leyes coercitivas y decidieron ayudar a Boston y que en esta resistencia surgiera un poder político paralelo al de la corona», señala la historiadora Aurora Bosh en su obra «Historia de los Estados Unidos 1776-1945» (Crítica). El resultado fue el I Congreso Continental.
Celebrado en Filadelfia en el otoño de 1774, en el tomaron la palabra representantes de las 13 colonias, este congreso tuvo como resultado la prohibición de las importaciones desde Gran Bretaña, así como las exportaciones a esta. También acordaron enviar una carta al rey en la que se reafirmaban en la lealtad hacia la monarquía, aunque negaban la autoridad del Parlamento. En octubre acordaron reunirse de nuevo en 1775 para valorar nuevas acciones. Fue entonces, en el II Congreso Continental, cuando se decidió aprobar la creación de un ejército profesional que plantase cara a los regulares británicos, que por entonces ya se habían enfrentado a la milicia creada a raíz de lo dispuesto en las resoluciones de Suffolk en acciones como los combates de Lexington y Concord (19 de abril), y estaba a punto de tomar parte en la batalla de Bunker Hill. Enfrentamiento en el que perdieron la vida más de 200 casacas rojas por unos 130 milicianos.
Un «ejército profesional»
George Whashington, terrateniente de Virginia y veterano de la Guerra Franco-India, fue escogido como general al mando del recién nacido ejército continental. Debía transformar en el menor tiempo posible a una milicia compuesta por comerciantes y agricultores en un contingente capaz de plantar cara a los regulares británicos. Así describe su misión el historiador de la Universidad de Virginia William M. Ferraro en el Nº 15 de Desperta Ferro Historia Moderna: «Durante la Guerra de Independencia, George Washington tuvo la intención de encabezar un ejército de tropas cualificadas, disciplinadas y comprometidas dirigidas por un cuadro de oficiales responsables, educados y capacitados que representaran la totalidad de lo que iban a ser los Estados Unidos independientes».
La misión resultaba harto complicada, no solo por la dificultad de formar a un montón de «ciudadanos soldado» en el arte de la guerra, sino también por el reducido número de colonos con experiencia real de combate. Lo primero que hizo Washington fue tratar de poner algo de orden y concierto entre las tropas que cercaban Boston, que se encontraba todavía bajo mando británico. A pesar de la dificultad de la empresa, desde el principio mostró confianza en alcanzar su objetivo. Así , al menos, lo expresó en un escrito remitido al Congreso Continental durante el verano de 1975 que recoge Ferraro: «Tengo el placer de indicar que aquí tenemos los materiales para crear un buen ejército: una gran cantidad de hombres en buenas condiciones físicas, un celo activo por la causa y una valentía incuestionable».
Sin embargo, este optimismo primigenio no duró demasiado. No solo por las dificultades de formar a la tropa, sino también por lo cortos que resultaban los periodos de servicio de sus hombres, los problemas a la hora de reclutar (los negros no tenían permitido alistarse) y la falta de un armamento y vestimenta adecuados. Y es que el Congreso Continental no contaba con los fondos necesarios para garantizar la formación de un ejército profesional. Tuvieron que pasar todavía algunos meses antes de que la situación de este nuevo ejército mejorase algo. Para ello se decidió, entre otras medidas, adoptar un libro de órdenes o numerar los 26 regimientos que conformaban el army. Sin embargo, estas medidas no eran suficientes para hacer frente a Gran Bretaña.
El ejército continental adoleció durante toda la contienda de falta de hombres en sus filas. Es más, durante el invierno de 1776-77 las fuerzas al cargo de Washington, que habían sido derrotadas por los casacas rojas en la campaña de Nueva York y en Nueva Jersey, estaban conformadas únicamente por unos 4.000 efectivos. Un reducido ejército sin suministros necesarios que bien podría haber sido aplastado sin demasiado esfuerzo por los hombres del general inglés William Howe. Sin embargo, el oficial británico optó por dejar que el mal tiempo y la enfermedad hiciesen el trabajo de sus hombres. Un grave error.
En estos primeros compases de la contienda, con la independencia declarada, no sin discrepancias, desde julio de 1776, el desánimo cundía entre las tropas. Tanto que cada vez cobraban más sentido las palabras de Benjamin Franklin antes de firmar la emancipación. Según parece, cuando un delegado afirmó ante el Congreso que debían «permanecer unidos», el científico respondió con guasa: «Sí, o con toda seguridad nos colgarán por separado». Sea como fuere, lo cierto es que los continentales no eran optimistas sobre el futuro que les aguardaba. Precisamente, con el fin de levantar la moral, un soldado llamado Thomas Paine escribió varios folletos titulados « La crisis americana». Su primer número, que fue publicado el 23 de diciembre de 1776, empezaba con estas palabras.
«Estos son los tiempos que ponen a prueba el alma de los hombres. El soldado de verano y el patriota de tiempos tranquilos se abstendrán en esta crisis de prestar servicios a su país; pero el que resiste ahora merece el amor y el agradecimiento de hombres y mujeres. La tiranía, como el infierno, no es fácil de vencer; pero tenemos este consuelo: que cuanto más duro es el conflicto, tanto más glorioso es el triunfo. Lo que nos cuesta poco, lo estimamos también poco: es sólo lo que nos cuesta lo que da a cada cosa su valor. El Cielo sabe cómo poner un justo precio a sus bienes; y sería extraño, en verdad, que un artículo tan celestial como la libertad no fuese altamente valorado».
A pesar de las buenas intenciones de Paine, las palabras rara vez bastan para ganar una guerra. Por entonces, el mandato del Congreso Continental de crear un auténtico ejército profesional estaba lejos de cumplirse. La situación era desesperada, incluso se llegó a pedir a los representantes la cabeza de Washington. Mientras tanto, el general en jefe continuaba solicitando la formación de un ejército permanente que no se viese diezmado a causa del final de los periodos de reclutamiento. Con el objetivo de conseguir soldados, el Congreso tuvo que ofrecer importantes incentivos, como el pago inmediato de 20 dólares y la promesa de entregar tierras a todos aquellos que luchasen una vez finalizada la guerra. También se estableció un periodo de servicio de 3 años.
La situación mejoró algo gracias a un puñado de victorias menores y a las malas decisiones adoptadas por Howe, quien se mostró indolente durante toda la contienda. El británico no solo dio vida a los hombres de Washington, a los que permitió huir de un sitio a otro durante los primeros compases de la guerra, sino que también fracasó estrepitosamente abandonando a su suerte a otro general inglés.
La derrota de Burgoyne
Londres esperaba que 1777 fuese el año de la victoria. Con ese fin, se decidió enviar a Norteamérica al general Burgoyne, quien ya había participado previamente en la contienda. Al mando de 4.000 regulares, 3.000 hessianos (combatientes de origen germano) y 1.000 canadienses, tenía como objetivo descender desde el norte por el lago Champlain con el fin de separar las colonias del norte de las del sur. Se suponía que Howe y sus hombres remontarían el río Hudson y, de esta forma, encerrarían a las fuerzas de Washington. Pero fueron muchas las cosas que salieron mal.
En primer lugar, Burgoyne perdió parte de sus hombres y de los pertrechos en su descenso desde Canadá. Howe, por su parte, había tomado una ruta completamente distinta a la acordada. Varios historiadores dudan de que hubiese sido informa debidamente del plan por Londres. En lugar de ir al encuentro de su compañero en apuros, decidió conquistar Filadelfia, la ciudad en la que se encontraba reunido el Congreso Continental. Washington trató de detenerlo en la batalla de Brandywine Creek (11 de septiembre de 1777). Sin embargo se vio completamente superado por un ejército muy superior y una táctica que él, como oficial, se vio incapaz de contrarrestar. 1.000 coloniales perdieron la vida aquel día, Howe acabó tomando la ciudad unos días después y el general virginiano volvió a fracasar estrepitosamente tratando de recuperarla en la batalla de Germantown.
Mientras tanto, Burgoyne, sin ningún apoyo, continuaba su particular vía crucis. Todo terminó para sus hombres en octubre de 1777, cuando fueron derrotados por los hombres del general continental Gates en Saratoga (Nueva York). Precisamente, Benedict Arnold, aún recordado como el mayor traidor de la historia de Estados Unidos, protagonizó en dicha batalla un carga heroica que todavía es recordada.
España, Francia y von Steuben
A pesar de que la situación en 1778, incluso con la derrota de Burgoyne, todavía estaba lejos de ser la mejor para los intereses coloniales, algo estaba a punto de cambiar. Durante el duro invierno, que pasó Washington junto a sus hombres (harapientos y con la moral por los suelos) en Valley Forge (Pensilvania), pasaron dos cosas que cambiaron el curso de la guerra. La primera, y más importante, fue la entrada de lleno en el conflicto de España y Francia. Reticentes en principio a luchar contra un enemigo que les había derrotado en la reciente Guerra de los 7 años, entendieron la derrota de Burgoyne como la demostración de que era posible que los americanos ganaran la guerra. Efectivamente, la alianza de las dos potencias resultó ser imprescindible para la victoria revolucionaria. No en balde, a partir de entonces se contaba con una fuerza naval a tener en cuenta. Los aliados también dieron un respiro a los continentales. Poco a poco, los suministros que enviaban comenzaron a llegar Valley Forge.
Por otra parte, la derrota de Burgoyne trajo consecuencias para el mando británico. Howe fue relevado como comandante en jefe en el mes de mayo. Londres puso como sustituto al general Henry Clinton, que hasta entonces estaba operando en el área de Nueva York. Lo primero que hizo al ocupar el cargo fue ordenar la retirada de Filadelfia dirección Nueva York. Washington decidió movilizar a sus hombres y atacar su retirada hacia el norte. Sin embargo,en los primeros momentos del combate, que tuvo lugar en Nueva Jersey, quedó en evidencia la ineptitud de los oficiales coloniales. Debido a esto, el virginiano decidió relevar del mando al general Lee, que había ordenado retirada sin apenas plantar cara al enemigo. En su lugar colocó al barón von Steuben, quien consiguió aguantar el empuje británico.
Precisamente, la figura de von Steuben supuso una bendición para el ejército continental. De origen prusiano, había desarrollado una dilatada experiencia militar en el ejército de Federico II. Había llegado a Valley Forge en el mes de febrero. Fue el escogido para moldear las inexpertas fuerzas coloniales y convertirlas en una fuerza a tener en cuenta. Durante su tiempo en el campamento formó a los soldados de Washington al estilo prusiano. Debido a la colosal tarea, el barón optó por comenzar formando a los 100 mejores hombres con los que contaban los revolucionario. Estos, a su vez, se encargaron de aleccionar a sus compañeros.
Durante la instrucción, von Steuben se reveló como un hombre súmamente enérgico. «Se cuenta que cuando acababa agotado ordenaba a un ayudante que insultase a los soldados en inglés», afirma Asimov en su obra « El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816)» (Alianza Editorial). En lugar de enviar a los reclutas a un regimiento, el prusiano implantó un entrenamiento obligatorio para estos. Incluso llegó a escribir un manual de obligado estudio a finales de 1778: « Reglamento para el orden y la disciplina de las tropas de los Estados Unidos».
Gran Bretaña derrotada
A partir de 1779 las tornas cambiaron. Cada vez estaba más claro que la victoria estaba de cara para las 13 colonias. Las fuerzas británicas fueron derrotadas finalmente en la batalla de Yorktown. El 19 de octubre de 1881, con todo perdido, el general británico Cornwallis rindió sus tropas (no sin reparo, se negó a hacerlo en persona) al general colonial Benjamin Lincoln. A pesar de que aún quedaban fuerzas británicas en Norteamérica, los esfuerzos de una guerra impopular que nunca fue del gusto de la sociedad inglesa acabaron por inclinar la balanza en favor de la paz. Cuentan que el primer ministro, lord North, incluso llegó a pedirle con lágrimas en los ojos a Jorge III aceptar la derrota. Así fue como nació, no sin poca suerte, Estados Unidos. El país que se convirtió en la indiscutible potencia mundial 160 años después.
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