Semíramis, regreso de la división azul.-a

Soledad  Garcia  Nannig; Maria Veronica Rossi Valenzuela; Francia Vera Valdes



La lista de los repatriados que viajaban en el buque, facilitada por el Ministerio del Ejército pocos días antes, acababa con la pesadilla de 286 familias españolas que creían haber perdido para siempre a sus seres queridos. Pero la esperanza anidaba aún en los corazones de todos aquellos que habiendo visto alejarse a algún familiar años ha, confiaban en verlo desembarcar del Semíramis aquel día.
Nuestra cruenta guerra civil había finalizado hacía ya quince años, por lo que la vuelta de aquellos españoles dados ya por muertos, retenidos contra su voluntad por las autoridades soviéticas, recluidos en su mayoría en campos de concentración, constituía un auténtico milagro. 229 de ellos eran voluntarios de la División Azul, que en 1941 habían partido rumbo a la URSS a combatir junto a las tropas de Hitler a las órdenes del general falangista Agustín Muñoz Grandes. Entre el resto se hallaban 19 desertores, 4 ‘niños de la guerra’ enviados como refugiados en 1937, 19 marinos mercantes y 15 alumnos de aviación de la República.

Las gestiones para su repatriación se habían llevado en el máximo secreto. La muerte de Stalin, un año antes, había permitido a la Cruz Roja francesa, auténtica artífice del rescate, llevar a buen puerto la mediación. Así el 26 de marzo el Semíramis, buque con nombre de reina asiria, comandado por tripulación griega, partía de Odessa con destino a Barcelona. Al día siguiente, hace escala en Estambul. La maquinaria propagandística del franquismo se dispara. Los repatriados podían haber vuelto a España por vía aérea, pero el régimen, haciendo gala de una singular habilidad, atisba el alcance del acontecimiento y se apresura a sacar partido de tan suculento bocado. Sin dudarlo, se adjudica el mérito del regreso de aquellos patriotas que han logrado ser ‘liberados del terror rojo’.
En el puerto turco, un grupo de periodistas y políticos esperan al buque y ponen en marcha los engranajes de lo que se convertirá en un auténtico acontecimiento. Entre ellos, un grupo de policías se ocupa de averiguar la ideología de los repatriados.
En España, los ánimos se van caldeando día a día, gracias a las ondas de Radio Nacional, que retransmiten los nombres de los afortunados supervivientes, entre los que se hallan ocho barceloneses.
Los periodistas informan de que la mayoría de ellos ignoraba las gestiones ‘españolas’ realizadas en pro de su liberación. Todos se ufanan en que la prensa anuncie su vuelta para adelantar la alegría en sus hogares. Muchos de ellos recuerdan con tristeza a sus compañeros todavía cautivos.
Radio Nacional permite, pese a las dificultades técnicas, que los liberados y sus familias intercambien conversaciones. España se halla al borde del colapso emocional y Barcelona se prepara para un acontecimiento colosal.

El 1 de abril La Vanguardia anuncia que el buque arribará a Barcelona a mediodía de ese mismo día, un viernes. La jornada se bautiza como ‘día de júbilo nacional’. Las autoridades franquistas, haciendo gala de su magistral magnanimidad y sapiencia propagandística, recomiendan a las empresas declarar festiva la jornada laboral de la tarde en que va a llegar el esperado vapor. Todo está preparado para una ‘patriótica jornada’, que cambiará para siempre la vida de aquellos 286 españoles venidos del frío.
Aquella tarde de abril, a las cinco y cuarto exactamente, arriba al puerto de Barcelona el Semíramis.
Las estribaciones de Montjuïc, el Portal de la Pau, así como los aledaños del monumento de Colón se hallan anegados por la marea de ciudadanos expectantes. Empieza el espectáculo.
El delirio hace presa de los asistentes, unos porque van a reencontrarse al fin con sus familiares, los otros porque creen aún en la posibilidad de que los suyos se hallen en el pasaje y hayan sido obviados por error, y todos porque la ocasión lo merece.
Sólo se permite el acceso a la estación marítima a familiares y antiguos camaradas de los divisionarios, a los que se suman las autoridades del régimen, encabezadas por el carismático general Agustín Muñoz Grandes.

El despliegue mediático es ilimitado, y los periodistas venidos de toda Europa cubren el singular acontecimiento. Entre el tumulto, Carlos Pérez de Rozas y Masdeu, reportero gráfico de La Vanguardia, siempre al pie de la noticia, padece un paro cardíaco que acaba con su vida.
Las escenas de emoción ilimitada que siguieron al desembarco de los pasajeros dejaron sin resuello a más de uno: besos, llantos, abrazos, reencuentros entre padres e hijos, conocimiento de buenas y malas nuevas, un auténtico delirio jaleado por la enfervorizada multitud.
El arzobispo doctor Modrego esperaba en la iglesia de la Mercè a los liberados, para dar gracias a la Virgen. Había que reivindicar que su estancia en ‘tierra roja’ no les había hecho perder la fe.
Veinte de los liberados fueron ingresados en el Hospital Militar. El resto, tras recibir sus pasaportes militares, regresó a sus lugares de origen prestos a ocupar el puesto de trabajo que les había prometido el régimen.
Con el tiempo, la mayoría se integraría a su nueva vida pero muchos no lo lograron. Una minoría decidió volver a Rusia porque allí habían constituido una familia, o porque la realidad política, laboral y social que vivía la España del momento no les convenció. De entre los que no eran partidarios del régimen, muchos de ellos, pese a la vigilancia policial a la que fueron sometidos todos, se hicieron militantes de organizaciones clandestinas como el PCE, continuando la que había sido su trayectoria vital.
La odisea de los repatriados del Semíramis que habían logrado acabar con su pesadilla tocaba a su fin.
Franco, el Generalísimo, envió un telegrama tan frío como escueto en que daba protocolaria bienvenida a esos españoles ganados al comunismo.

Barco 

Semíramis es el nombre del barco griego que, bajo pabellón de Liberia (alguno de los repatriados, al vislumbrar esa bandera a través de los barrotes del vagón de ganado que les conducía al puerto, pensaron que era la bandera estadounidense, de la que sólo difiere en el número de estrellas), había sido fletado por la Cruz Roja francesa y que el viernes 2 de abril de 1954, transportó hasta Barcelona desde el puerto de Odesa a 219 hombres de la División Azul, 7 de la Legión Azul, 21 de las SS y un aviador que permanecían como prisioneros de guerra en la Unión Soviética. 
En ese buque también se repatriaron unos pocos marinos de las dotaciones de la marina mercante al servicio de la Segunda República durante la Guerra Civil que fueron confinadas por las autoridades soviéticas en 1939 y 12 pilotos de la Aviación de la República a quienes el final de la GCE había sorprendido en la escuela de vuelo de Kirovabad (actualmente en la República de Azerbaijan) y que por diferentes circunstancias acabaron también en el GULAG a partir de 1941; y algún "niño de la Guerra".

Nota 

Largo viaje del gulag al olvido. Un libro narra el drama de los últimos aviadores republicanos, abandonados en Rusia y maltratados durante casi 16 años por el régimen de Stalin.

Partió para seis meses y tardó 16 años en regresar. Dejó una guerra civil y regresó a una dictadura aislada y obsoleta. En medio, el frío del gulag, la tortura, la amenaza, el olvido.... La historia de José Calvo Muedra (Valencia 1919-1990), de una familia originaria de Alfara del Patriarca, quedó silenciada durante décadas junto con la de decenas de aviadores republicanos atrapados en Rusia. Y por ello, 56 años después, su hija Carmen Calvo Jung, arquitecta alemana, ha dedicado una década a investigar la historia de aquellos pilotos para contarla en un libro, Los últimos aviadores de la República. La Cuarta Expedición a Kirovabad, publicado por el Ministerio de Defensa con la ayuda de la Fundación AENA.
Les quitaron los pasaportes y les pusieron nombres rusos al llegar José Calvo, con apenas 19 años, fue enviado por el Gobierno de la República en otoño de 1938 para aprender a pilotar aviones primero en Murcia y después en la escuela de Kirovabad. Era la cuarta de las expediciones que dotaban de pilotos al Ejército Republicano, formados en un rápido e insuficiente aprendizaje, para luchar contra las tropas del general golpista Francisco Franco. Partieron alrededor de 200 alumnos.
"Nada más llegar, les pusieron ropa del ejército ruso, les quitaron los pasaportes y les pusieron nombres rusos", explica Calvo Jung. Y ya no volvieron a recuperar su documentación. Hasta tal punto, que es casi imposible rastrear en archivos su vida. "No hay ni un papelito, ni un papelito", repite la autora, que ha dedicado muchas horas al estudio y a conversaciones con familiares y algún superviviente.

Y es que tras el fin de la guerra española, la escuela de Kirovabad cerró inmediatamente y los aviadores fueron dispersados por casas de reposo. Ante la reticencia de Rusia a dejarles volver a España, se les ofreció como única opción quedarse en Rusia y adaptarse a una nueva vida. Muchos aceptaron, y su historia se pierde en otras muchas aventuras. De hecho, unos 50 de ellos combatieron después en la II Guerra Mundial en las filas del ejército ruso. Pero 25 insistieron en regresar y allí comenzó su calvario.
Apenas tres días después de la declaración de guerra de Alemania a Rusia (22 de junio de 1941) se les arrestó, se les envió a la cárcel de Novosibirsk, a 3.000 kilómetros al este de Moscú. En noviembre de 1942 llegaron a la estepa de Kazajistán, cerca de Karaganda, la capital según Aleksandr Solzhenitsyn del Archipiélago Gulag. Les instalaron en el campo de trabajos forzosos de Kok-Usek, una instalación en la que, según Calvo Jung, "la mortalidad se situaba entre el 60% y el 70% de los confinados" y donde estuvieron presos con 64 marinos mercantes españoles a los que el fin de la Guerra Civil les pilló en puertos soviéticos. Allí permanecieron hasta mayo de 1948. En ese tiempo varios españoles, al igual que muchos otros presos, trabaron amistad y relaciones con mujeres europeas confinadas. Y hasta nacieron algunos niños. En 1947, a las mujeres y a los menores se les permitió regresar a sus países. Pero el infierno no acabó para ellos.
Calvo Jung apunta que a partir de 1946 comenzó una campaña internacional desde la Federación Española de Deportados e Internados Políticos (FEDIP) para salvar a los prisioneros de la zona de Karaganda. Y se le iluminan los ojos en agradecimiento al hablar de sus impulsores, el catalán José Ester Borrás y la francesa Odette Kervorch.
En mayo de 1948 se les envió a Odesa junto a los marinos, en principio con la promesa de repatriarlos, la mayoría a países de Suramérica, o a Alemania, Francia, Austria o Checoslovaquia, donde tenían familia. Pero allí les forzaron de nuevo a asimilarse. 47 personas firmaron un documento, entre ellos 10 pilotos, en el que aseguraban "que querían vivir en la URSS hasta su regreso a una España republicana".

Pero 14 de los aviadores supervivientes, entre ellos José Calvo y otro valenciano, Fulgencio Buendía, y otros 26 marinos se negaron. Y allí comenzó para ellos un nuevo calvario "por campos de trabajo aún peores", según la investigadora, durante otros seis años. Periodo en el que compartieron numerosos gulags, sin distinción de trato, con los "grandes criminales de guerra para los comunistas", los alemanes y los españoles de la División Azul.
Finalmente, ante la presión internacional y con la intermediación de la Cruz Roja francesa, comenzó la repatriación de 300 presos españoles confinados, entre los que se encontraban 12 aviadores republicanos supervivientes. Un barco, el Semíramis, partió el 26 de marzo de 1954 de Odesa con destino Barcelona en un viaje que no hizo escala en Francia, como estaba previsto. Aunque se les prometió que el que quisiera podía no desembarcar.
La llegada a Barcelona el 2 de abril de 1954 se convirtió en un recibimiento triunfal a la División Azul. Franco incluso fletó autobuses desde los pueblos de los repatriados con familiares. Tras casi 16 años sin verlos, era difícil no bajarse del barco y montarse en un autobús que, inmediatamente, les trasladó a sus viejos hogares. En ese momento comenzó para ellos una nueva vida no exenta de miedo a las represalias.
"El trauma, el trauma no les dejó jamás", termina Calvo Jung, a quien le gustaría ahora hacer un documental con la vida de los hijos de estos aviadores.


* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 1 de agosto de 2010

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