Anthony Blunt, un espías, homosexual y pederasta.-a

Soledad  Garcia  Nannig; Maria Veronica Rossi Valenzuela; Francia Vera Valdes

Scherezada Jacqueline Alvear Godoy



El juego comenzó con la fascinación secreta de sentirse izquierdista, culto y antipatriota. El historiador de arte inglés que llegó a ser asesor de Isabel II, y también uno de Los cinco de Cambridge, llevó al límite el juego de la impostura y la arrogancia

Nunca nadie como este hombre, Anthony Blunt, nacido el 26 de septiembre de 1907, en Bournemouth, hijo de un vicario anglicano, graduado en el Trinity College de Cambridge, llevó tan lejos el juego fascinante de la impostura. En su juventud formó parte del Grupo de Bloomsbury, una cuadra exquisita de seres vestidos con telas color barquillo, diletantes, escépticos, cazadores de mariposas con sombreros blandos, que en los años treinta del siglo pasado establecieron su existencia entre la inteligencia y la neurosis, más allá del bien y del mal. Anthony Blunt fue entre ellos el que más se arriesgó a la hora de lucir con elegancia una doble o triple vida, sin la cual nadie se podía considerar en su medio un hombre interesante.
En la casa de Virginia Woolf, en 46 Gordon Square de Londres, barrio de Bloomsbury, se reunían en las tertulias de los jueves los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, el economista John Maynard Keynes, el escritor Gerald Brenan, el novelista E. M. Forster, la escritora Katherine Mansfield y los pintores Dora Carrington y Duncan Grant y otra gente dorada. Hablaban de arte, de filosofía, de la nueva economía, de psicoanálisis, de teoría cuántica, de los fabianos, de Cézanne, Gauguin, Van Gogh y Picasso; se ponían ciegos de peyote y celebraban fiestas disfrazados de sultanes.

¿A quién no le gustaría tener en el árbol genealógico a un vicario evangelista y haber heredado un dinero purificado por varias generaciones para poder ser un rico y divertido esnob, estéticamente malvado e ingresar en la aristocracia de la inteligencia después de pasar por el Trinity College? A Anthony Blunt le acompañaba además un físico elegante, el esqueleto que a los elegidos regalan los dioses. Era profesor de Arte en Cambridge, especialista en el pintor barroco Nicolas Poussin y en el arquitecto Borromini; ejercía con gran éxito la crítica en el periódico The Spectator; era miembro del Instituto Warburg, un centro especializado en los estudios de iconología renacentista, se había formado en la doctrina marxista durante su etapa universitaria y en cualquier controversia sobre estética tenía la última palabra. Era homosexual y cripto-comunista, dos formas de sentirse al margen del orden victoriano.

Mientras otros miembros del Grupo de Bloomsbury y compañeros de Cambridge en ese tiempo viajaron a Grecia y a Constantinopla con muchos baúles forrados de loneta para compaginar la visión del Partenón o de la Mezquita Azul con la contemplación de niños andrajosos, lo que les permitía ser a la vez elegantes y compasivos, Anthony Blunt en 1933 prefirió visitar Rusia, que estaba en plena ebullición revolucionaria y allí, después de extasiarse en la vanguardia de los constructivistas, en las nuevas técnicas de la imagen y en el espíritu de fraternidad universal que parecía estar germinando, la NKVD antecesora de la KGB, aprovechó su emoción para introducirlo en sus redes. El juego comenzó con la fascinación secreta de sentirse izquierdista, culto y antipatriota, unas características que lo llevaban al vértigo del abismo, pero Blunt siguió enredándose aún más en esta baraja cuando después se unió al ejército británico en 1939 e ingresó en la M-15 como espía al servicio de la Corona.

Aunque hoy nos parezca incomprensible, hubo un momento en que la revolución soviética calentó la parte más noble del corazón de muchos estetas, que habían cultivado una rebeldía natural en los colegios de élite en Inglaterra. Creían que el arte también iba a ser liberado de las cadenas de la burguesía y comenzaría a cabalgar en la grupa del mismo caballo de la igualdad entre los hombres más allá de la clase social y del límite de las fronteras. Los más esnobs vivían este ideal con la excitación de una pasión clandestina e inconfesable.

Este historiador de arte inglés fue uno de Los cinco de Cambridge, con Donald Maclean, Guy Burgess, John Cairncross y Kim Philby, un grupo de espías al servicio de la Unión Soviética desde los años treinta y durante la guerra fría, pero sus compañeros ya habían sido desenmascarados y Blunt, que había trabajado para los servicios secretos soviéticos durante cuatro décadas, era el cuarto hombre, un ser misterioso que permanecía en la oscuridad. Kim Philby, que sólo quería ser espía y no tenía otro horizonte, apareció un día refugiado en Moscú; en cambio Blunt amparaba su existencia como historiador de arte.

Sodomita, comunista críptico y espía doble. Para llevar al límite la excitación dentro de una evanescente decadencia a Blunt sólo le faltaba otro paso de rosca: recibir más honores, cargos y medallas de la Corona a medida que se sentía más traidor a su patria. En 1945 fue designado conservador de la colección de las pinturas reales inglesas, posteriormente llegó a ser asesor personal de la reina Isabel y fue nombrado sir de la Corona Real. Esta era la parte visible de su personalidad con su ineludible presencia en el palacio de Buckingham por donde ambulaba como si fuera su casa con un gato en los brazos.

Los honores continuaron hasta el 15 de noviembre de 1979 en que Margaret Thatcher, en respuesta a una pregunta insidiosa y preparada, lo desenmascaró públicamente en el Parlamento cuando Blunt ya era un anciano. A partir de ese momento comenzaron a salir ratas por debajo de la estética como siempre sucede cuando el culto de la belleza coquetea con el mal. ¿Cómo era posible que un ser tan elegante hubiera cometido tantas villanías? Es uno de los misterios insondables del alma humana. Por otra parte la cacería que a partir de ese día sufrió este personaje siguió el mismo rito del venado viejo que ofrece los ijares a una jauría de perros. Resulta que este profesor sodomita había seducido a algunos alumnos en la universidad, era responsable de la muerte de 49 agentes holandeses, tenía una fortuna en el extranjero, había provocado el suicidio de Virginia Lee, alumna suya; había practicado la pedofilia en el orfanato de Kincora en Irlanda del Norte, había chantajeado al duque de Windsor acusándolo de haber colaborado con los nazis, dio autenticidad con su dictamen a varias falsificaciones de pintura, se confabuló con el marchante Wildenstein para vender un cuadro falso de Georges de la Tour al Metropolitan Museum de Nueva York, le había robado la autoría de un libro sobre Picasso a su alumna Phoebe Pool, le había pedido dinero al barón de Rothschild para comprar un Poussin y no se lo había devuelto, le había sacado un Poussin por una miseria a su amigo Duncan Grant, anciano y desvalido, antiguo compañero de Bloomsbury y lo había revendido por un precio astronómico a una galería de Canadá. Esta retahíla de cargos comenzó a sonar como mantras en todos los tabloides y han sido recogidas por muchos historiadores.

Anthony Blunt renunció a defenderse. Elevó la hipocresía a una categoría estética y se limitó a soportar el abandono de sus amigos y la degradación pública con la mayor desenvoltura como si se tratara de otro juego, de otra ficción. Cuando en 1979, sentado ante un tribunal, el fiscal le preguntó: "¿Es usted consciente de que ha sido traidor a la patria?", el elegante anciano Anthony Blunt carraspeó ligeramente y con el mejor acento de Cambridge contestó: "Me temo que sí". No es posible concebir una respuesta más arrogante. Y así hasta su muerte, que sucedió en 1983, en medio de las cenizas del olvido.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 19 de junio de 2010

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