La guerra civil española.-a



Una reveladora investigación del historiador Francisco J. Leira desvela la heterogeneidad del ejército rebelde y desmitifica su unidad por creencias políticas.
20 junio, 2020 

Manuel Gesteira Abuín fue movilizado a principios de 1938 para integrar una unidad del Ejército franquista destinada a participar en la ofensiva sobre Aragón. Cuando el tren que le conducía al frente hizo una parada en la estación de Ponferrada, el soldado gallego bajó con dos compañeros más a tomar café, según confesaría ante el tribunal militar. No regresó a tiempo y perdió el vagón que lo llevaba (forzosamente) a la guerra. Lo detuvieron el 18 de septiembre, cuando las tropas sublevadas ya se habían lanzado sobre Cataluña, y fue condenado a un recargo de cuatro años de servicio. Su movimiento se explica como un intento de huir de las ametralladoras y granadas, pero permaneciendo en territorio rebelde.
Mediada también la Guerra Civil, otro combatiente forzoso, A. P. Gesteira, un labrador nacido en 1916, empezó a estar muy vigilado pese a no haber incurrido en ningún acto de traición al "Movimiento Nacional":

 sus guardias de vigilancia se las impusieron en horas especiales y siempre controlado, para que no desertase. Sobre su figura se centraron además las investigaciones de los miembros del Servicio de Información y Policía Militar. La situación se prolongó durante varios meses porque una persona con la que compartía apellido se había escabullido de sus obligaciones militares. Pero no era ni familiar ni nada de Manuel Gesteira. Preguntado 73 años después sobre por qué no optó por la deserción, respondió con un "ni me lo planteaba".

Las historias cruzadas de los dos soldados gallegos comparten un principio común: ambos fueron movilizados de manera forzosa por el Ejército insurgente, y a su vez muestran un panorama mucho más complejo en relación con los militares de la contienda española. En su mayoría no fueron fervientes derechistas que desde el mismo 18 de julio de 1936, el día del golpe de Estado, se arrojaron a las armas contra la legalidad establecida de la Segunda República, sino simples labradores, estudiantes, obreros, abogados o profesores que en circunstancias normales no habían perpetrado ningún acto violento a los que se vieron abocados como reclutas.


Eso es lo que defiende un revelador e imprescindible estudio del historiador Francisco J. Leira Castiñeira, Soldados de Franco (Siglo XXI), que viene a desmitificar los relatos propagandísticos de que una España en armonía y completa unidad se levantó contra la "anti-España"

El autor demuestra que "el Ejército rebelde se formó a través de una recluta forzosa que afectó a varias generaciones sin importar las ideologías, sus múltiples identidades o afinidades políticas" y sostiene que "la participación en la guerra no implicó necesariamente una adhesión al bando sublevado y, mucho menos, la defensa de su ideario".

Este lunes se cumplen dos meses del fallecimiento del joven empresario tras varios años de lucha contra el cáncer. Su legado siempre será el optimismo y las ganas de vivir.
La investigación, basada en documentos de archivo y entrevistas a excombatientes, viene a cubrir un vació historiográfico sobre la Guerra Civil: "No existe, hasta el momento, ni un solo estudio sobre los soldados del Ejército insurgente", avisa el doctor en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela en la introducción. Se trata de una obra con un enfoque valiente y atrevido que propone un cambio de mirada, que cuestiona si todos aquellos soldados que combatieron en el bando vencedor demostraron el mismo énfasis y afección que los que retrataron las imágenes del NO-DO y la prensa favorable a la insurrección o fueron obligados generar esa apariencia.
Leira ha dividido su trabajo en tres partes, que responden a las distintas etapas vitales por las que pasaron los combatientes. La primera se centra en el tránsito de ciudadanos a reclutas forzosos. Con el fracaso del golpe y la constatación de la insuficiente movilización civil, las autoridades franquistas dieron entrada a un régimen de violencia intimidatoria y disuasoria en los territorios que dominaban para evitar una resistencia a su causa. El 10 de agosto de 1936, todos los jóvenes de entre 21 y 25 años de Galicia, parte de Andalucía y de Castilla y León fueron militarizados. El reclutamiento, que fue un "mecanismo de control y persuasión para la sociedad de retaguardia" y utilizó los resortes del régimen republicano, se mantuvo hasta el 7 de enero de 1939, con la aprobación de constantes decretos, sobre todo en 1937.

El contexto de extrema violencia que generó en ambos bandos el fracaso del golpe y el inicio de un conflicto de duración incierta desembocaron en una nueva realidad de persecución política y social. En el bando sublevado, expone el historiador coruñés, "utilizaron la propaganda para convencer a los nuevos reclutas de que la guerra era una aventura en la que iban a ganar y, al resto de la población, de que se trataba de una forma de legitimar un régimen. El terror sirvió para descabezar a todos los individuos que pudieran realizar una oposición desde dentro y la represión se vinculó al alistamiento, dos formas de control social". En el caso gallego, de donde la investigación extrae muchas conclusiones, es muy significativo que antes de cada llamada de movilización se registrase un repunte de los asesinados represivos. 

Hermanos de trincheras.

Los soldados de Franco fueron un ejército enormemente heterogéneo: a los forzosos por miedo o porque no tenían otra salida se añadieron aquellos que consideraron el alistamiento como una forma de sortear la represión política —una terrible paradoja: había más probabilidades de conservar la vida dirigiéndose hacia el frente que huyendo en la retaguardia—. No obstante, la actitud más común fue la movilización sin oposición, "una integración —avisa Francisco J. Leira— que no debe presuponer una afinidad ideológica del conjunto de individuos". Y así se dan casos como el de Faustino Vázquez Carril, que luchó con las tropas franquistas hasta caer herido y luego lo condenaron a muerte al descubrirle un diario en el que simpatizaba con Manuel Azaña; o el de Julián Moreira del Río, un ciudadano de ideas progresistas destinado en el frente de Asturias que en 1937 desertó a campo republicano.

En la segunda parte se descubre uno de los aspectos más llamativos de este ensayo: constatar las abismales diferencias entre la propaganda de retaguardia y la de vanguardia. Mientras la prensa derechista glosaba la "Gloriosa Cruzada", "la Guerra de Reconquista" o el "terror rojo", en el frente la lucha dialéctica se suavizaba, centrándose en cuestiones más humanas, incluso llamando "hermanos" al enemigo republicano a través de las locuciones de trinchera —como dato curioso, en septiembre de 1937 el Servicio Nacional de Propaganda organizó un curso de 20 horas ofertando 40 de estas plazas—, o la utilización de la palabra "democrático" para referirse al republicanismo y a otros movimientos rivales que no fuesen el comunismo.

Esta propaganda de trincheras buscaba "que los miembros del Ejército republicano se rindiesen o desertase, pero no debido a amenazas, sino a aspectos cotidianos de la guerra como el hambre, los piojos, el miedo y la violencia", desgrana el historiador en esta obra que ha sido reconocida con el Premio Miguel Artola. "Las proclamas estaban elaboradas de tal forma que pareciese que las escribía un antiguo soldado del Ejército republicano integrado en las filas insurgentes".

Y de la misma forma que la represión franquista se reveló en el mejor mecanismo de control en las capitales de provincia y pueblos, en el frente los soldados también estuvieron sometidos a fuertes medidas disciplinarias que se fueron robusteciendo a lo largo de la contienda, sobre todo a partir de la reorganización de la tropa en octubre de 1937 tras la unificación de las fuerzas sublevadas bajo el partido único de FET de las JONS. "En la segunda etapa, dentro de la guerra total, [se] fueron perfeccionando las medidas de vigilancia con el objetivo de cohesionar las unidades militares, evitar deserciones, sediciones e ir asentando los pilares del Nuevo Estado", desvela Leira.

  "Se impuso a los combatientes una dura sumisión al Ejército, el miedo a represalias [incluido el fusilamiento] si actuaban de una forma distinta a la marcada por los mandos y también si lo hacía uno de sus compañeros".

A un soldado, por ejemplo, se le abrió en 1937 un juicio por exclamar: "Bueno, bueno, a lo mejor fueron ellos y les echaron la culpa a los otros", tras leer una noticia en el periódico en la que se aludía a la quema de una iglesia por milicanos —el incendio de la localidad de Guernica, sin ir más lejos, también se atribuyó desde el bando sublevado a los "rojos" y no a la aviación nazi—. Por estas declaraciones fue acusado de rebelión, castigado con un recargo de cuatro años en el servicio y enviado a primera línea de combate. Asimismo, en las trincheras se registraron situaciones dispares como automutilaciones, deserciones, difusión de propaganda contraria e incluso tentativas para matar a Franco (!!).

La última parte del libro la dedica Francisco J. Leira al proceso de desmovilización militar y a la influencia de la guerra en la tropa, con una conclusión llamativa:

  "Los excombatientes adoptaron, y es esta una afirmación hecha con toda la cierta cautela, un cierto consenso o consentimiento durante la dictadura, pero la mayoría no fueron ni se hicieron franquistas en el frente. Allí buscaron salvar su vida un día tras otro. Aprendieron valores similares como la disciplina, la sensación de vigilancia y el conocimiento de un régimen que iba a penalizar cualquier acción disonante".

Una obra, en definitiva, que devuelve la voz al soldado raso, invisible, silencioso, y que muestra un panorama mucho más complejo de la Guerra Civil y esa simplificación metafórica de las dos Españas enfrentadas.

"El franquismo —sentencia el historiador— se apoderó del recuerdo y memoria de todos los soldados reclutados imponiendo una interpretación ad hoc de su papel, cubriéndolos de tintes heroicos y mitificando su recuerdo para legitimarse, sin importar que fuesen de una u otra ideología, que fuesen más o menos convencidos al campo de batalla, que intentasen desertar o se lo pudiesen plantear".
Soledad  Garcia  Nannig; Maria Veronica Rossi Valenzuela; Francia Vera Valdes





Partiendo de arriba a la izquierda, en el sentido de las agujas del reloj: batalla
del Ebro, asedio del Alcázar de Toledo, bombardeo de Guernica,
batalla de Belchite y batalla de Madrid.



La guerra civil española tuvo múltiples facetas, pues incluyó lucha de clases, guerra de religión, enfrentamiento de nacionalismos opuestos, lucha entre dictadura militar y democracia republicana, entre revolución y contrarrevolución, entre fascismo y comunismo.

A las partes del conflicto se las suele denominar bando republicano y bando sublevado:

El bando republicano estuvo constituido en torno al Gobierno, formado por el Frente Popular, que a su vez se componía de una coalición de partidos republicanos —Izquierda Republicana y Unión Republicana— con el Partido Socialista Obrero Español, a la que se habían sumado los marxistas-leninistas del Partido Comunista de España y el POUM, el Partido Sindicalista de origen anarquista y en Cataluña los nacionalistas de izquierda encabezados por Esquerra Republicana de Catalunya. Era apoyado por el movimiento obrero y los sindicatos UGT y CNT, los cuales también perseguían realizar la revolución social. También se había decantado por el bando republicano el Partido Nacionalista Vasco, cuando las Cortes republicanas estaban a punto de aprobar el Estatuto de Autonomía para el País Vasco.
El bando sublevado, que se llamó a sí mismo «bando nacional», estuvo organizado en torno a parte del alto mando militar, institucionalizado inicialmente en la Junta de Defensa Nacional sustituida tras el nombramiento de Francisco Franco como generalísimo y jefe del Gobierno del Estado. Políticamente, estuvo integrado por la fascista Falange Española, los carlistas, los monárquicos alfonsinos de Renovación Española y gran parte de los votantes de la CEDA, la Liga Regionalista y otros grupos conservadores. Socialmente fue apoyado por aquellas clases a las que la victoria en las urnas del Frente Popular les hizo sentir que peligraba su posición; por la Iglesia católica, acosada por la persecución religiosa desatada por parte de la izquierda nada más estallar el conflicto y por pequeños propietarios temerosos de una «revolución del proletariado» En las regiones menos industrializadas o primordialmente agrícolas, los sublevados también fueron apoyados por numerosos campesinos y obreros de firmes convicciones religiosas.
Ambos bandos cometieron y se acusaron recíprocamente de la comisión de graves crímenes en el frente y en las retaguardias, como sacas de presos, paseos, desapariciones de personas o tribunales extrajudiciales. La dictadura de Franco investigó y condenó severamente los hechos delictivos cometidos en la zona republicana, llegando incluso a instruir una Causa General, todo ello con escasas garantías procesales. Por su parte, los delitos de los vencedores nunca fueron investigados ni enjuiciados durante el franquismo, a pesar de que algunos historiadores​ y juristas​ sostienen que hubo un genocidio en el que, además de subvertir el orden institucional, se habría intentado exterminar a la oposición política.
Las consecuencias de la Guerra Civil han marcado en gran medida la historia posterior de España, por lo excepcionalmente dramáticas y duraderas: tanto las demográficas —mortandad y descenso de la natalidad que marcaron la pirámide de población durante generaciones— como las materiales —destrucción de las ciudades, la estructura económica, el patrimonio artístico—, intelectuales —fin de la denominada Edad de Plata de las letras y ciencias— y políticas —la represión en la retaguardia de ambas zonas, mantenida por los vencedores con mayor o menor intensidad durante todo el franquismo, y el exilio republicano—, y que se perpetuaron mucho más allá de la prolongada posguerra, incluyendo la excepcionalidad geopolítica del mantenimiento del régimen de Franco hasta 1975.

Comentario de historiador


La Guerra Civil española no ha dejado de plantear interrogantes incluso 80 años después de finalizar. Sputnik conversó con el historiador Julián Casanova sobre cómo se debería tratar la contienda y sus consecuencias en la actualidad.
Tras la muerte de Franco, en 1975, los archivos se abrieron y se descubrieron nuevos documentos. Una nueva generación de historiadores españoles, que estudiaba en las universidades en los últimos años del franquismo, empezó a escribir libros sobre la Guerra Civil y numerosos hispanistas británicos y norteamericanos continuaron la senda abierta por los libros de Hugh Thomas y Gabriel Jackson en los años 60, explica Julián Casanova, del Instituto de Estudios Avanzados en Princeton (IAS, por sus siglas en inglés) y también catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza (España).
"Como consecuencia de esa gran renovación historiográfica, las versiones de los vencedores de la guerra, amos y señores de la historia durante la dictadura, quedaron desmontadas y desfasadas y surgió una nueva interpretación de la historia plural y diversa, fiel con las fuentes, que trataba de indagar los hechos más relevantes y de construir relatos con los principales actores que habían sido despreciados o denigrados por los ideólogos del franquismo", comenta Casanova a Sputnik.

No obstante, la salida a la luz de todos esos hechos y datos novedosos y contundentes sobre las víctimas de la Guerra Civil y de la violencia franquista ha provocado en los últimos años "un agrio debate en la sociedad española", admite el historiador.

En particular, hay mucha polémica en torno a la necesidad de retirar los restos de Franco del Valle de los Caídos. El 15 de febrero, la ministra de Justicia, Dolores Delgado, informó de la decisión del Gobierno de Pedro Sánchez de hacerlo.
"El Valle de los Caídos simboliza el triunfo de Franco en la Guerra Civil, la espada y la cruz unidas por el pacto de sangre forjado en la guerra y consolidado por los largos años de victoria, la humillación de los vencidos", observa Casanova.
Según el historiador, es necesario conservarlo "como lugar de memoria, explicar cómo fue construido, su significado, la simbiosis entre la Iglesia católica y la política autoritaria".
Pero, al mismo tiempo, señala que "hay que sacar de allí los restos de los republicanos asesinados por Franco que fueron trasladados al Valle tras ser robados de fosas comunes, sin el consentimiento de sus familias, y hay que sacar de allí también al dictador".
"Una democracia no puede tener al vencedor de una Guerra Civil y dictador todopoderoso durante casi 40 años enterrado en el monumento que mandó construir para conmemorar la victoria en lo que ellos llamaron Cruzada", opina Casanova. Mientras tanto, todavía existen archivos de la Guerra Civil a los que no se puede acceder.
"La Fundación Francisco Franco es la propietaria de cientos de documentos que deberían ser públicos, pero el principal obstáculo para los historiadores proviene de los usos políticos que se está haciendo de las memorias e historia de la Guerra Civil y de la dictadura, con bastantes medios de comunicación que dan voz a la propaganda frente al conocimiento histórico".

De acuerdo con Julián Casanova, lo que conviene hacer hoy en día en una sociedad bastante polarizada respecto a los resultados y consecuencias de la Guerra Civil es "retribuir moralmente y con la verdad a las víctimas de la violencia franquista, seguir educando en la libertad y responder ante las mentiras y la propaganda con trabajos rigurosos, bien escritos y difundidos".
Para el historiador, "no es un tema de reconciliación, porque sin ella la sociedad española no hubiera consolidado la democracia, sino de enfrentarse al pasado con libertad, sin ocultarlo y desmontando los mitos, independientemente de su procedencia ideológica".

La memoria del asesino  de Belchite.


Belchite es un municipio de la provincia de Zaragoza en Aragón en España, situado a 49 km de la capital. Tiene una población de 1.505 habitantes (INE, 2019) y 273,58 km² de extensión. Es la cabeza de la comarca conocida como "Campo de Belchite".


Es conocido por haber sido escenario de una de las batallas simbólicas de la Guerra civil española, la batalla de Belchite. Como consecuencia de los enfrentamientos, el pueblo fue destruido. En lugar de su reconstrucción, el régimen de Francisco Franco decidió crear un pueblo nuevo al lado (hoy conocido como Belchite nuevo), dejando intactas las ruinas del anterior como recuerdo de la guerra civil y de lo que se consideraron excesos del bando vencido.​ El conjunto, hoy en día abandonado y en parte cerrado al paso de personas, se conoce como Pueblo Viejo de Belchite. Tiene los títulos de muy noble, leal y heroica villa, y ostenta la cruz laureada de San Fernando que Franco le otorgó.​

masacre.
Documento del Ayuntamiento de Belchite, donde aparece como fallecido Constantino Lafoz, falangista que fusiló a 55 civiles


Vicente G. Olaya

Belchite era un pueblo de Zaragoza de 3.800 habitantes gobernado desde 1933 por el socialista Mariano Castillo Carrasco. El 20 de julio de 1936, dos días después del golpe de Estado del general Franco que se acabó convirtiendo en la Guerra Civil, milicias falangistas lo depusieron. El alcalde Castillo se suicidó para que los sublevados no tomasen represalias contra su esposa y su hijo, lo que no evitó que los fusilaran, al igual que asesinaron a unos 400 civiles inocentes.
En agosto de 1937, las tropas leales a la República tomaron el municipio. Constantino Lafoz, militante falangista, fue detenido, y en los interrogatorios admitió haber fusilado a 50 hombres y cinco mujeres indefensos en los últimos días de julio de 1936. Fue enviado a un campo de concentración republicano, donde murió el 17 de noviembre de 1938, según documentos que alberga el Centro Documental de la Memoria Histórica.
Lafoz, agricultor de 34 años y padre de cuatro hijos, se había afiliado a Falange el mismo día en que los seguidores de José Antonio Primo de Rivera entraron en el pueblo y comenzaron a asesinar a los partidarios de la República. Al ser arrestado, declaró que los crímenes fueron ordenados por falangistas, requetés y miembros de Acción Ciudadana, una milicia antiobrerista. Unas 150 víctimas fueron arrojadas a fosas comunes en el interior del cementerio y otras 250 sepultadas junto a las tapias.
Pedro Corral —periodista, parlamentario del PP en la Asamblea de Madrid y autor de varios libros sobre la Guerra Civil— ha tratado de reconstruir el caso de Constantino Lafoz. El político popular cree que el falangista, tras ser detenido, fue sometido a un juicio sumarísimo por los tribunales republicanos y condenado a un campo de concentración.
  “Posiblemente fuese acusado de adhesión a la rebelión militar. Lo que parece claro es que su confesión del crimen debió de agravar su condena. Alguna fuente señala que murió por los malos tratos recibidos durante su paso por el campo de prisioneros”, asevera.
Tras finalizar la contienda, todos los ayuntamientos españoles recibieron la orden de elaborar una “relación de personas residentes en el término municipal que durante la dominación roja fueron muertas violentamente o desaparecidas y que se cree fueron asesinadas [por los republicanos]”. En esos listados elaborados por los municipios se indicaba el nombre del fallecido, su filiación política, la edad, la profesión y si se había encontrado su cadáver.


En el caso de Lafoz, se señala que se desconocía dónde estaba su cuerpo. Curiosamente, no se indica que era miembro de la Falange, a pesar de que así lo manifestó él cuando fue detenido por los republicanos en 1937.

Aunque, de momento, no se han hallado los documentos judiciales que condujeron a Lafoz al campo de concentración, Corral sí ha encontrado uno de los sumarios que condenaron a muerte o a prisión a 23 presos franquistas detenidos en Belchite en 1937 tras la durísima batalla que destruyó el municipio completamente. En él, el Tribunal Popular del Juzgado número 2 de Caspe abría “sumario por los hechos declarados y que se declaren, respecto a la actuación de los elementos fascistas sublevados en el pueblo de Belchite, de la oposición armada que los mismos hayan hecho a las fuerzas del Gobierno legítimo de la República”.

La gran fosa común de Belchite

Uno de los acusados en ese proceso fue Gabriel Julián Artigas, el enterrador municipal de Belchite, que admitió haber dado sepultura [tirados a una fosa común, algunos de ellos con los pies y las manos atadas] “a 157 personas” en el cementerio local y que habían sido fusiladas en las tapias del camposanto. Por el trabajo, recibió una compensación de 75 pesetas. Artigas, de 58 años, declaró también votar “a las derechas”, lo que no jugó a su favor. Finalmente, con estos argumentos y las pruebas reunidas, fue condenado por el tribunal popular a 14 años de prisión “por auxilio a los rebeldes”. Fue, sin embargo, de los más afortunados, porque la mayoría de los acusados fueron condenados a muerte. Entre sus nombres, no aparece el de Lafoz. En 1948, el Gobierno de Franco concedió una pensión de orfandad a los hijos de Lafoz al haber contraído matrimonio su viuda con otro hombre. Las ayudas se mantendrían hasta que los vástagos cumplieran 23 años. Los hijos de los enterrados en las fosas comunes no recibieron nada.

Corral, además, ha localizado en el Archivo Histórico Nacional el documento municipal, ya de la época franquista, donde se dan más detalles de la muerte del falangista, al igual que de otros vecinos de derechas de Belchite. 
Pero “como muchos fueron asesinados por las hordas marxistas después de hacer prisioneros cuando fue ocupada esta villa [en 1937], no ha sido posible localizar [todos] los nombres de las personas que pudieran participar en este crimen”, se señala en el documento municipal. 
No se hace, en cambio, ninguna referencia a los 400 civiles republicanos asesinados por los golpistas y cuyos cuerpos han comenzado a ser exhumados ahora en una fosa común de Belchite gracias al proyecto de Memoria Democrática, financiado por el Ministerio de Presidencia, la Secretaría de Estado de Memoria Democrática y el Gobierno de Aragón.

Tomás Quintín participó en agosto de 1937, con 14 años, en la batalla de Belchite, enrolado en las centurias anarquistas de Ascaso. En 1999 relató a Corral para la revista Blanco y Negro lo que vio en la carretera que unía Mediana y Belchite, municipios distantes diez kilómetros: unos 80 cuerpos en las cunetas, hombres y mujeres indistintamente, que parecían esperar sentados, asesinados por los falangistas. 
Parecía gente dormida, con el sombrero puesto y todo. Yo venía por la carretera de Zaragoza acarreando haces de trigo para la era. Iba conmigo un agostero que trabajaba para mi padre. Pascual, le dije, mira esos que duermen. Esos no se despertarán jamás, me respondió”.

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