El cardenal Infante don Fernando de Austria.-a
El Escorial (Madrid), 16.V.1609 – Bruselas (Bélgica), 9.XI.1641. Infante de España, cardenal y gobernador de los Países Bajos españoles. Sexto hijo de Felipe III y de Margarita de Austria.
Su crianza, con algo más de dos años de edad, fue confiada, a la muerte de su madre, a dos hermanas del duque de Lerma: Catalina de Sandoval, condesa de Lemos, y Leonor de Sandoval, condesa de Altamira. El 29 de julio de 1619 fue promovido a cardenal con el título de Santa María in Porticu e inmediatamente fue designado administrador perpetuo del arzobispado de Toledo con una renta anual de 250.000 escudos. De porte majestuoso, “rostro más redondo que alargado [...], piel muy blanca y ojos azul turquesa, tirando a claros”, al decir de Casiano del Pozzo que acompañó a Francisco Barberini, legado de Urbano VIII, a Madrid en 1626, su formación estuvo orientada más hacia la política y la milicia que a la Iglesia. Buen estudiante, aprendió varios idiomas y adquirió un notable conocimiento de la historia, las ciencias y el arte de la guerra gracias a su secretario de cámara, el canónigo de Santiago de Compostela Pedro Fernández Navarrete, traductor de Séneca y autor de dos libros políticos de enorme impacto en su época, Carta de Lelio Peregrino a Stanislao, privado del rey de Polonia (1625) y Conservación de Monarquías y Discursos Políticos (1626), así como al selecto grupo de intelectuales que desde 1622 entró a servir en su casa, como los dramaturgos José de Valdivieso y Antonio Mira de Amescua.
Sus primeros años en la Corte, especialmente tras la subida al trono de Felipe IV y el inicio del valimiento del conde-duque de Olivares, no fueron fáciles.
De talante magnánimo, como resalta Matías de Novoa, emprendedor y optimista, pero reflexivo y sereno en las ocasiones de peligro, su viveza de espíritu y su naturaleza ardiente, a veces iracunda, muy distintos de los de su hermano, el infante Carlos, según Alvise Mocenigo, embajador veneciano en Madrid, le convertían en un personaje incómodo en palacio. Para el valido, su presencia en la Corte suponía no sólo un grave obstáculo para la estabilidad política de la Monarquía, sino una amenaza para su permanencia en el poder, pues en su entorno podía articularse la formación de una camarilla palaciega contraria a sus intereses, por lo que siempre aconsejó al Monarca que tuviera mucho cuidado en seleccionar a sus servidores y en asegurarse de que no mantuvieran trato con los grandes y los ministros. A pesar de estas prevenciones, y de colocar en la Casa del Cardenal Infante, instituida en el mes de junio de 1622, algunos hombres de su confianza, como Diego Sarmiento de los Cobos, marqués de Camarasa, nombrado sumiller de Corps y desde 1625 también mayordomo mayor a la muerte de su anterior titular, Francisco de Ribera, marqués de Malpica, lo cierto es que el conde-duque no pudo evitar que don Fernando se rodeara de individuos poco afines a su persona y valimiento, entre ellos los hermanos Antonio y Melchor Moscoso y Sandoval, sobrinos del duque de Lerma y, por tanto, enemigos de Olivares, y el elocuente predicador jesuita Jerónimo de Florencia. La enfermedad de Felipe IV en 1627, sin descendencia, aunque la Reina estaba embarazada, agravó su posición en la Corte por la influencia que ejercía sobre su hermano Carlos, segundo en la línea sucesoria, y por los apoyos que comenzaba a tener en palacio, motivos por los cuales urgía apartar a los infantes de Madrid, un asunto que venía abordándose desde 1625.
A finales de 1630 el Cardenal Infante fue propuesto por el Consejo de Estado para el gobierno de los Países Bajos, pero en 1632 Olivares, que había sido en gran medida el artífice de esta propuesta, lo desaconsejó, entre otras razones por la presencia en Bruselas de parte de la Familia Real de Francia, por la escasa preparación política del infante y “por no querer la Señora Infanta soltar las riendas de aquel gobierno, como legítima y dote suya”. No obstante, la existencia de una camarilla palatina alrededor de don Fernando, en la que el almirante de Castilla tenía un protagonismo notable junto a Antonio Moscoso y Sandoval, su pariente y amigo, alarmó de tal modo a Olivares que finalmente se resolvió enviar al príncipe a los Países Bajos, según lo establecido en una pormenorizada “Instrucción” de dieciocho puntos en la que se establecían incluso las etapas del viaje: en enero de 1633 debería llegar a Génova, en el mes de febrero tendría lugar su partida hacia Milán y en los primeros días de abril debería alcanzar Bruselas. Antes, sin embargo, era preciso que adquiriera experiencia en los asuntos de Estado y nada mejor al respecto que pasara una temporada en Cataluña, por lo que fue nombrado virrey y capitán general del principado adonde se trasladó de inmediato para presidir las Cortes, cuya apertura estaba prevista para el 27 de mayo de 1632.
El Cardenal Infante, asistido por varios consejeros, en particular por el conde de Oñate, designado expresamente por Felipe IV para asesorarle y gobernarle, permaneció en Cataluña entre el 3 de mayo de 1632 y el 11 de abril de 1633. La experiencia adquirida en estos meses fue decisiva para su carrera posterior al tener que afrontar graves asuntos de gobierno. El primero de ellos surgió con ocasión de la investidura del Cardenal Infante como virrey. La pretensión del Consejo de Cientos de Barcelona de que sus representantes estuvieran cubiertos durante el acto, un privilegio que la Corona tenía reservado únicamente a los “grandes” de España, y la solución ideada por el conde de Oñate de convencer al duque de Cardona, que tenía este derecho, para descubrirse, obligando así a los “consellers” a hacer lo mismo, no sólo provocó un enfrentamiento entre la ciudad y el Rey, sino también la paralización de las sesiones de las Cortes, de tal suerte que finalmente se tuvieron que prorrogar una vez más a pesar de los intentos del Cardenal Infante por mediar en el conflicto.
Si nada pudo hacer en este asunto, en cambio se desenvolvió con soltura y acierto en el gobierno ordinario de Cataluña, en ocasiones imponiendo su parecer al del conde de Oñate, y en la organización de levas, alojamiento de tropas y provisión de las galeras de la escuadra. Además, estos meses le permitieron completar su formación: aprendió a montar a caballo a la brida y adquirió un sólido conocimiento tanto de las artes marciales, del que había estado excluido hasta entonces por su condición de eclesiástico, como de la técnica militar, pues “los más ratos desocupados empleaba en estudiar la fortificación, la artillería, formar escuadrones y otras ciencias de importancia, dignas de príncipe”.
Escudo del infante Fernando de Austria, Cardenal, Arzobispo de Toledo y gobernador de los Países Bajos Españoles |
Antes de embarcarse en Barcelona con destino a Milán, primera etapa de su viaje a los Países Bajos, dos fueron las grandes preocupaciones del Cardenal Infante: la de sujetarse a los dictámenes del duque de Feria, sobre todo en asuntos militares, y la de ser nombrado vicario general de Italia con autoridad, por tanto, sobre todos los virreyes, como correspondía a su dignidad y a la de Felipe IV:
“A la autoridad del rey —escribe a Olivares— juzgo conviene que, siendo yo el primer Infante que pasa a Italia, sea con las mayores honras que me pudiese hacer, no tanto por mí, como porque vea el mundo de la manera que el Rey envía un hermano suyo.”
A pesar de su insistencia y de las amenazas veladas de no emprender el viaje a Italia si no se le satisfacía en ambos puntos, tuvo que plegarse a las órdenes de su hermano aceptando supeditarse a los consejos del duque de Feria, quien había recibido instrucciones secretas de Felipe IV para asumir el mando supremo en caso de que el Cardenal Infante se mostrara remiso a acatar su parecer, y conformándose con el nombramiento de gobernador de Milán aunque, estando ya en Génova, se enteró, fortuitamente, de que el Rey, con la aprobación del Consejo de Estado, le había concedido el ansiado título de vicario general de Italia bajo dos condiciones: si el rey de Francia pasaba a Italia o si el Pontífice, que se oponía a la concesión de nuevos impuestos sobre el clero castellano, rompía la guerra con España.
Durante su viaje, el Cardenal Infante fue recibido por las ciudades con la pompa acostumbrada, la misma que observó cuando partió de Barcelona. Pero será en los Países Bajos donde sus entradas adquirieron una mayor solemnidad, como la que tuvo lugar el 4 de noviembre de 1634 en Bruselas, donde la alegría y el fasto se mezclaron para dar la bienvenida al esperado y deseado sucesor de la archiduquesa Isabel Clara Eugenia, interviniendo en estas recepciones destacados artistas, entre ellos Jacob Jordanes y otros pintores del taller de Rubens que participaron en 1635 en la ejecución de los bocetos para la decoración de las calles de Amberes, cuyo tema esencial, a través del recurso alegórico, era la esperanza de prosperidad y de recuperación del comercio que depositaba la ciudad en el nuevo gobernador.
Para entonces, la población no agasajaba sólo al hermano de Felipe IV sino a un joven príncipe que el 6 de septiembre de 1634, junto con las tropas imperiales al mando de Fernando, rey de Hungría, se había enfrentado con éxito al poderoso ejército sueco en la batalla de Nördlingen, con lo que se aseguraba la defensa del Emperador y de la Alemania católica así como la conservación de los Países Bajos españoles, amenazados también por los holandeses, y el mantenimiento de las comunicaciones terrestres que unían Milán con Bruselas. Su triunfo, sin embargo, provocará de inmediato la firma, el 8 de febrero de 1635, de una Liga ofensiva y defensiva entre Luis XIII y los Estados Generales de Holanda contra España y el Emperador, a la que se había invitado a Inglaterra a participar y, unos meses más tarde, el 6 de junio, Francia declaraba la guerra a España. Imbuido del orgullo de su linaje y del poderío español, el Cardenal Infante no dudará en escribir: “no tenemos motivo para recelar sus armas, ni hemos aprendido de nuestros predecesores semejante recelo”.
Su gestión como gobernador de los Países Bajos españoles entre 1635 y 1641 estuvo desde el principio dirigida por Madrid aun cuando sus ideas y proyectos tuvieron una cierta aceptación en la Corte. Para Felipe IV la presencia de su hermano en Bruselas respondía a unos objetivos muy concretos en los que no tenían cabida, sino muy lateralmente, los intereses de los súbditos flamencos. Dado que la prioridad de Madrid era hacer la guerra para lograr que el adversario, las Provincias Unidas, se aviniera a negociar una paz o tregua, el cometido principal del Cardenal Infante era el de fortalecer el ejército, la marina y el espionaje, sin olvidar las negociaciones diplomáticas, debiendo, a tal efecto, dotar y mejorar las infraestructuras portuarias, acometer la fortificación de la costa y fomentar la fabricación de buques. Respecto al gobierno interior, las instrucciones recibidas le ordenaban mantener la autoridad real sin conceder demasiado a las provincias por sus ayudas financieras; velar por la ortodoxia religiosa, eliminando de raíz cualquier corriente sospechosa de herejía; incentivar la riqueza de los súbditos a través de la rebaja de los tributos, la estabilidad del sistema monetario y la protección de los recursos forestales; establecer un sistema jurídico único que evitase la multiplicidad de leyes en el territorio; y conservar las atribuciones propias de cada institución sin permitir injerencias de los españoles en los organismos locales ni a la inversa.
Llevar a cabo este programa exigía estabilidad política en Bruselas y cierto grado de autonomía del gobernador general para adoptar resoluciones urgentes, pero esto no sucedió siempre. El personal de palacio que había estado al servicio de Isabel Clara Eugenia se mantuvo en sus puestos, al que se añadió, sin que se produjeran roces que hicieran imposible la convivencia entre unos y otros, el séquito que acompañaba al Cardenal Infante cuando salió de Barcelona, aunque con algunas bajas importantes, como la de su amigo y gentilhombre de cámara Antonio Moscoso y Sandoval, que había fallecido en Rattenberg, cerca de Innsbruck, el 24 de julio de 1634. No obstante, la dependencia de Bruselas respecto de Madrid repercutió negativamente en el patronazgo y mecenazgo del Cardenal Infante, por más que contratara los servicios de algunos pintores célebres, entre ellos Pieter Swayers y Gaspar de Creyer, por lo que la Corte de los Países Bajos no volverá a ser lo que fue en tiempos de los archiduques, un espacio cortesano que atrajera a la nobleza local, a lo que contribuyó también el permanente estado de guerra y el hecho de que el nuevo gobernador fuera eclesiástico.
Y aunque en 1635 se barajó la posibilidad de que contrajera matrimonio con una hermana del elector del Palatinado con la finalidad de mantener este territorio bajo la órbita española, lo cierto es que el Cardenal Infante permaneció célibe hasta su muerte. Esto no le impidió, sin embargo, mantener relaciones afectivas con damas de su entorno, puesto que tuvo dos hijos ilegítimos, un niño y una niña, de cuyo futuro se ocupó Felipe IV, aunque no se dispone de mucha información: el niño, Fernando, aparece en Roma en 1667, y la niña, Mariana, nacida en Bruselas en 1641, ingresa a los cinco años de edad en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, donde profesará en 1659 con el nombre de sor Mariana de la Cruz y donde fallecerá en 1715 bastantes años después de que lo hiciera su primo Carlos II.
En el gobierno de los Países Bajos las cosas no fueron distintas. Asistido por tres consejos, uno militar, otro económico y un tercero político dividido en dos secciones, de asuntos externos e internos, pronto surgieron desavenencias y rencillas entre los ministros, principalmente porque Pedro Roose, presidente del Consejo Privado y hombre de confianza de Olivares, intervenía en todos los órganos del Gobierno, directa o indirectamente, lo que tampoco agradaba al Cardenal Infante que se veía relegado a un segundo plano.
La situación mejoró a partir de 1638 cuando Miguel de Salamanca, enviado a Bruselas para asistir al Cardenal Infante, se convirtió en su hombre de confianza en Madrid, aunque tenía también el encargo de informar al valido sobre los sacrificios personales y económicos que el Príncipe realizaba en el servicio a la Corona. No obstante, el problema más grave al que debió de enfrentarse el Cardenal Infante fue la escasez de dinero para financiar la política militar y naval de la Corona sin demasiado perjuicio a sus súbditos, pues sin llegar a identificarse con sus intereses del mismo modo que su predecesora, la archiduquesa Isabel Clara Eugenia, la responsabilidad de mantener el territorio bajo la órbita española le indujo a buscar soluciones políticas y económicas que minimizaran los efectos desastrosos de la guerra entre la población y la nobleza afecta a Felipe IV.
Para empezar, a partir 1639 se mostró bastante crítico con la alianza anglo-española en la medida en que, a cambio del trasvase de numerario y tropas desde España a los Países Bajos a través de los puertos ingleses, y del tratado ofensivo defensivo contra Holanda suscrito en 1631 entre Madrid y Londres, la comunidad mercantil inglesa había obtenido unos privilegios comerciales que perjudicaban seriamente a los mercaderes flamencos hasta el punto de que éstos llegaron a considerarlos más enemigos que aliados, como expusiera el Cardenal Infante al Monarca en su correspondencia. Asimismo, la necesidad de contar con el apoyo financiero de los banqueros de los Países Bajos, a menudo en contacto con sus homónimos de Holanda, sobre todo porque los servicios prestados por los genoveses ya no satisfacían en la Corte, y la búsqueda de cauces que facilitaran las negociaciones de paz con La Haya, le llevó a plantear a Felipe IV una política religiosa más tolerante con las corrientes heréticas, llegando incluso a suspender cualquier represalia contra los protestantes flamencos convencido de que en la situación política que entonces se vivía, “la tolerancia es el menor mal”.
Con todo, fueron los planes militares españoles los que provocaron su desacuerdo al considerar que ponían en peligro la seguridad de los Países Bajos: por un lado, se mostró renuente a desplazar efectivos navales a España, salvo si la situación local lo permitía, a fin de no debilitar el sistema defensivo de Flandes, y en ningún caso aceptó que sus buques se integraran en la comandancia de la Armada del Mar Océano; por otro, en materia económica relacionada con la guerra, adoptó una postura contraria a las directrices que recibía de Madrid, ya que frente a la Junta del Almirantazgo que prohibía, bajo cualquier circunstancia, la concesión de licencias a comerciantes particulares de Holanda, éstas continuaron otorgándose con el fin de aumentar la recaudación de fondos; finalmente, tampoco estuvo muy conforme con la decisión de Felipe IV de activar en 1636 el frente francés y mantener posiciones defensivas en la frontera con Holanda.
Esta línea estratégica, calcada de la adoptada por Felipe II en la década de 1590 en su enfrentamiento con Enrique de Navarra, y acogida entonces con el mismo escaso entusiasmo por Alejandro Farnesio, respondía a dos consideraciones importantes: las negociaciones que los neerlandeses estaban llevando a cabo con miras a la firma de la paz y el avance de la peste en Holanda que diezmaba su población y su ejército. No obstante, los temores del Cardenal Infante se cumplieron, pues aunque las armas españolas ocuparon Corbie, ciudad situada a poca distancia de París, ésta fue recuperada meses después por Luis XIII, mientras que el desplazamiento de las tropas hacia Francia ocasionó la toma por los holandeses de la fortaleza de Schenckenschans, conquistada por sorpresa el año anterior por el Cardenal Infante. La pérdida de esta plaza, “la mayor joya que el Rey nuestro señor tenía en estos estados para poder acomodar sus cosas con gloria”, según escribió Olivares, fue atribuida al Cardenal Infante, de quien comenzaba a dudarse en Madrid de sus dotes negociadoras pero, sobre todo, de su capacidad militar, máxime cuando había destinado una parte de los efectivos militares a la conquista de Flesinga, que hubo también que abandonar, y no se había atrevido a proseguir la invasión de Francia, aunque en este caso su decisión estaba justificada porque los refuerzos que esperaba recibir del rey de Hungría no llegaron a tiempo.
Para acallar las críticas, el Cardenal Infante diseñó en 1637, de acuerdo con Olivares, un plan general de guerra para los dos años siguientes consistente en una ofensiva general contra Francia, pero el proyecto no pudo ejecutarse por la falta de dinero y de hombres debido a las dificultades del transporte por la vía marítima y por la terrestre desde la pérdida, en diciembre de 1638, de la estratégica plaza de Breisach, en el Rin, cortando así las comunicaciones entre Milán y los Países Bajos españoles. Esto permitió a los franceses ocupar algunas plazas y a los holandeses apoderarse de Breda, cuya pérdida fue sentida dolorosamente por Felipe IV y Olivares no por su valor estratégico, sino por su carácter simbólico, por lo que representaba para la reputación de la Monarquía. Y una vez más no se dudó en la Corte en atribuir el suceso al Cardenal Infante, quien, desde el comienzo de su gestión, tuvo que enfrentarse, no ya a los recelos del valido, sino a las expectativas que en Madrid se habían creado acerca de sus dotes personales. Aun así, consiguió mantener sus posiciones durante 1638 gracias a los tres millones de escudos que le fueron enviados en el mes de diciembre de 1637 y desbaratar además el intento holandés de ocupar Amberes y el francés de apoderarse de St.-Omer, lo que le hizo pensar que se habrían nuevas y esperanzadas perspectivas para lograr “una buena paz”, como escribió al conde-duque.
Entre 1636 y 1638 tuvo además que cumplir otro encargo de Felipe IV: conseguir que el taller de Pedro Pablo Rubens entregara las pinturas que la archiduquesa Isabel Clara Eugenia le había encargado por orden de Felipe IV para adornar las estancias del Palacio del Buen Retiro y de la Torre de la Parada, un pabellón de caza situado en los terrenos del Pardo, aunque muchas de estas obras recalaron en el Palacio de la Zarzuela, edificio que había mandado construir el Cardenal Infante antes de abandonar España y cuyas obras fueron continuadas en los años 1637 y 1638, si bien su conclusión definitiva tuvo lugar en la década de 1650. A esta colección, constituida por más de cien cuadros, paisajes en su mayoría, se sumaría otro encargo posterior al mismo taller y al que pertenecería el Juicio de Paris, obra de Rubens, calificada por el Cardenal Infante de excelente aunque algo deshonesta, y en la que el pintor había retratado a su esposa Helena Fourment, así como la adquisición a un mercader de Amberes de un grupo de siete esculturas de bronce de gran tamaño que representaban los siete planetas y que habían pertenecido al duque de Aumale.
La derrota de la marina española en las Dunas en 1639 alteró todavía más la estrategia militar de Madrid en su enfrentamiento con Francia y Holanda, que pasó a ser defensiva, lo que no agradó ahora a los consejeros flamencos que temían, como así fue, los desmanes de la tropa y el éxodo de la población donde estaba acuartelada. Por otro lado, se solicitó un mayor esfuerzo financiero a los Países Bajos y, para allegar recursos y favorecer el comercio de Flandes, se autorizó al Cardenal Infante que facilitara los intercambios con los daneses, el cual, extralimitándose en sus funciones, otorgó incluso permisos a los aliados españoles del norte de Europa para comerciar directamente con las Indias Orientales. Y aunque esta medida estuvo en vigor por poco tiempo, lo cierto es que favoreció la conclusión de un tratado de comercio con Dinamarca, fechado el 20 de marzo de 1640, que aseguraba a España el abastecimiento de pertrechos procedentes del Báltico y también el seguro de los puertos daneses para los corsarios flamencos de Dunkerke siempre que éstos se comprometieran a no atacar a sus buques mercantes.
En el terreno diplomático es donde el Cardenal Infante aplicó todo su esfuerzo en los dos últimos años de su vida. Es cierto que fracasó en el intento de promover una conjura contra Richelieu apoyándose en ciertos sectores de la nobleza francesa, pero también lo es que promovió por todos los medios a su alcance el acercamiento con Holanda, al menos con las facciones opuestas al estatúder Federico Enrique de Orange que empezaban a ver en su alianza con Francia un serio peligro para sus intereses económicos y su integridad territorial, pues el avance de las tropas de Luis XIII en los Países Bajos y la ocupación de ciudades tan importantes como Arras, capital de Artois, les ponían sobre aviso del peligro a que estaría expuesta la República en el caso de que los españoles fuesen desplazados por los franceses (Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, Vaduz, 1964-1975, tomo 62).
Asimismo, y a pesar de que su salud se estaba resintiendo, el Cardenal Infante, con la ayuda financiera recibida de Madrid, retomó la ofensiva militar ocupando Sedán y otras plazas, sus últimas victorias, ya que unos meses más tarde fallecería afectado de tercianas no sin antes delegar el gobierno interino en un equipo de consejeros integrado por el marqués de Velada, Pedro Roose, Francisco de Melo, el conde de Fontaine, Andrea Cantelmo y el arzobispo de Malinas. Su muerte, que sobrecogió a Felipe IV, quien rompió en sollozos cuando le fue comunicada la noticia por Olivares, no supuso, sin embargo, la desorganización total de los Países Bajos, a pesar del avance francés, ya que su sucesor en el cargo, el portugués Francisco de Melo, logró, a modo de homenaje póstumo a su protector, la victoria, en el mes de mayo de 1641, de Honnecourt sobre las armas francesas y la recuperación de Lens y La Bassée ocupadas por Luis XIII en su última ofensiva, si bien al año siguiente sería derrotado en la decisiva batalla de Rocroy, punto de inflexión de la hegemonía española en Europa.
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