Monumento a la masacre de Lo Cañas. a

Comuna de La Florida
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Antecedentes

Como se recodará, tras el establecimiento del presupuesto de 1891, anunciado a inicios de año por el Presidente José Manuel Balmaceda y pasando por encima de las discusiones y dilaciones que hacía el Congreso Nacional sobre este ítem, éste reaccionó declarando al Gobierno inconstitucional y rompiendo con el Ejecutivo. Sobrevino así el cierre de ambas cámaras a los pocos días y la reacción congresista con el llamado de los parlamentarios al Capitán de Navío Jorge Montt para que, dirigiendo la Armada y una fracción rebelde del Ejército, depusieran al Presidente Balmaceda con el levantamiento iniciado el 7 de enero siguiente.
No me corresponde profundizar aquí sobre las razones generales de la guerra ni en las poderosas influencias extrañas a nuestro país, que colaboraron en empeorar la situación. Sólo recordaré que una infame historia comenzó a escribirse entonces en la vida nacional, desde aquel momento, poniendo como nunca antes (y aún no sabemos si nunca después) a un grupo de chilenos en contra de otro, con los odios más contenidos y criminales buscando válvula de escape.
Hombres que habían sido considerados héroes de una misma contienda durante la Guerra del '79, ahora luchaban entre sí como enemigos a muerte. Gañanes, criminales y delincuentes serán "enganchados" casi en masa para engrosar filas y sin miramientos o escrúpulos, empeorando los ánimos y la predisposición ajena a la ética. Si la Guerra del Pacífico había sido tomada como un triunfo de la disciplina, la unidad y la estrategia, en muchos aspectos la Guerra Civil llegará a ser una hecatombe de brutalidad fratricida y de la búsqueda del triunfo por la mera cuenta de muertos.
Los choques comienzan con el Combate de Zapiga. Los congresistas avanzan a Pisagua, pero serán detenidos en Huara por las fuerzas balmacedistas del Ejército. Vuelven a la carga: logran apoderarse de Iquique y luego vencen en Pozo Almonte, controlando desde allí a todo el Norte Grande. Las atrocidades ya son visibles en este punto: el derrotado General Eulogio Robles Pinochet, que lideraba a los leales a Balmaceda, es asesinado sin misericordia tras haber sido herido y derrotado en Tarapacá. Varios de sus hombres pasan por el mismo rigor criminal, tronchándose sus vidas con crueldad.
A continuación, en abril, la heroica ciudad donde pocos años antes el Capitán Arturo Prat había ofrendado su vida cortando los laureles póstumos de una tradición de honor y unidad nacional, será testigo de la creación de la Junta Revolucionaria de Iquique liderada por el propio Jorge Montt, el Vicepresidente del Senado don Waldo Silva y el Presidente de la Cámara de Diputados don Ramón Barros Luco, más el gabinete de este gobierno en rebeldía que amenaza con avanzar a la capital.
En el estado general de emergencia en el resto del país, la llamada "dictadura" de Balmaceda (lo pongo entre comillas a sabiendas de que no todos la estiman tal) es conducida por el controvertido Ministro Domingo Godoy, quien no dudaba a la hora de aplastar cualquier intento de conato o rebelión concebida en favor de los constitucionalistas. Y el Presidente, en tanto, había llamado a elecciones de un nuevo Congreso, pero éste no tarda en volcarse contra el mismo Balmaceda, en reacción al desmedido poder e intervencionismo dirigido por Godoy, según se alega. Ni siquiera el cambio a un nuevo gabinete, esta vez dirigido por don Julio Bañados Espinoza, lograría contener el caos y las penurias que se venían encima al país.
Mientras, las revolucionarios se reorganizaban en el Norte, reclutando fuerzas entre obreros salitreros y pampinos, y contando con la genialidad militar del Teniente Coronel alemán Emilio Körner: el mismo que había llegado a Chile unos  años antes, para la profesionalización del Ejército bajo la doctrina prusiana. Las noticias de una inminente embestida hacia Santiago llenan de angustia a los partidarios de Balmaceda e inflaman de esperanza triunfal a los opositores, muchos de ellos ligados a la aristocracia oligárquica, aunque era sabido que las fuerzas constitucionalistas eran inferiores en número a las balmacedistas.

LOS CONSPIRADORES

En la tensa espera, cunden las conspiraciones y los sabotajes: se ha establecido un Comité Revolucionario de Santiago, que opera secretamente confabulado con los constitucionalistas del Norte y que como gran debut pretende destruir las torpederas con las que cuenta el Gobierno en Valparaíso, para luego volar los puentes de los ferrocarriles entre Concepción, Santiago y Valparaíso, evitando con ello la reunión del ejército gobiernista, su abastecimiento y sus comunicaciones.
Para su desgracia, sin embargo, el líder de los conspiradores en el puerto, el comerciante y empresario industrial Ricardo Cumming, es descubierto intentando el sabotaje de las torpederas. Previo Consejo de Guerra, muere fusilado el 12 de julio de 1891, revelando la predisposición en la que se halla ya al bando balmacedista para hacer respetar el orden y la voluntad oficial.
Adelantándose a las futuros peligros, el 10 de agosto el Gobierno emitió un decreto donde establecía la pena de muerte para aquellos que intentaran cortar los puentes ferroviarios, túneles y telégrafos, precisamente lo que tenía pendiente el Comité Secreto de Santiago, ordenándose también una cuidadosa vigilancia de los ferrocarriles. Según Jorge Olivos Borne en su "Matanza de 'Lo Cañas'", libro escrito aún en la ira fresca de los revolucionarios por la masacre, Balmaceda habría ordenado incluso "dar bala a todo aquel que se acercase al puente sin permiso".
A pesar de esto, conspiradores como el Sargento en Retiro don Juan Ramón Aguirre y el veterano del '79 el Capitán Alberto Chaparro, siguieron adelante con sus planes, los que acabaron en rotundos fracasos castigados con fusilamientos de dos hombres en Putagán y cuatro en Río Claro.
Intentando vencer del desanimo y la frustración, los revolucionados decidieron hacer un último intento de cortar los puentes de Río Maipo y Angostura del Estero de Paine, antes que la Junta Revolucionaria concretase su decisión de avanzar a Valparaíso. Así, en respuesta a un llamado formulado el 16 de agosto por el Comité, se armó un grupo de muchachos inexpertos pero ardorosos del ánimo de participar de la revolución, dirigidos por Arturo Undurraga Vicuña. Sin consultar a los de más alto rango en el Comité, resolvieron armar un equipo más numeroso de gente con otros jóvenes de origen acomodado, pero también con varios artesanos y campesinos voluntarios, planificando una reunión en el Fundo Lo Cañas, gran propiedad rural del constitucionalista Carlos Walker Martínez, ubicada al Sur-Este de la capital en lo que ahora es el sector precordillerano de la Comuna de La Florida.
Así se reunieron todos allá a planificar sus acciones de sabotaje, enviando observadores a los puentes y usando como punto de reunión una modesta casita de vaquero dentro del fundo, semiescondida entre matorrales y situada cierta distancia al oriente de la casa principal en la Quebrada de Panul. El inquilino administrador don Wenceslao Aránguiz Fontecilla, que nada sabía inicialmente de estas operaciones y no había recibido ninguna orden de su patrón Walker Martínez, intentó persuadirlos de cambiar su lugar de reunión, pero fue imposible. Debió aceptar la situación luego de ver las cartas que traían los intrusos y en donde la Junta exigía colaboración de todos los hacendados cercanos a Paine.
Infelizmente para los ingenuos veinteañeros, la sola elección de este lugar era un gran error, pues la condición de opositor de su dueño como sabido miembro del Comité Revolucionario hacía que fuera un punto sobre el cual había atenta vigilancia de los agentes del Gobierno. Sin saberlo, los muchachos estaban caminando hacia su propia muerte, allá a los pies de las montañas andinas de Santiago.

LA GESTACIÓN DE LA TRAGEDIA

Cuando oscurecía en la tarde del 18 de agosto, por esos senderos y caminos poco frecuentados estaban llegando ya a Lo Cañas los últimos jóvenes, trabajadores y artesanos miembros de la conjura. Iban dirigiéndose en pequeños grupos a la casita de Panul, estableciendo un pequeño y rústico campamento de ranchos. Tenían a su haber menos armas que cabezas: poco más de 20 carabinas, rifles y escopetas, más revólveres, algunos sables y algo de dinamita. Nada realmente importante para una resistencia.
Nunca ha estado claro el número de concurrentes, sin embargo, hablándose por lo general de "más de" 30, 60, 80, 100 ó 150 sediciosos. Como sea, las personas reunidas allí explicaron los objetivos a los que no estaban informados y definieron cargos y acciones estratégicas para llevar adelante en las siguientes horas: Undurraga mantuvo el liderazgo y dividió la montonera en cuatro compañías bajo órdenes de Rodrigo Donoso, Eduardo Silva, Ernesto Bianchi y Antonio Poupin respectivamente, con una vigilancia permanente del sitio relevada cada dos horas.
Notando que faltaban los elementos necesarios para destruir las líneas férreas y las armas para una resistencia, algunos más perspicaces advirtieron los riesgos y hasta discutieron con los organizadores sobre la viabilidad de los planes. Para mantener la unidad y no abortar la misión, se les pidió permanecer en la casita rural allí entre los bosques de El Panul, mientras un grupo iba a proveerse de explosivos, armas y municiones y se esperaba a otros que debían traer los mismos materiales hacia el día siguiente.
Ya más calmados y con varios caídos en el sueño, una falsa alerta sonó una hora antes de la medianoche, con un toque de corneta de la guardia allí establecida que alarmó a los hombres e inquietó a los caballos, pero rápidamente se confirmó que eran otros de los complotados llegando a la montonera. Hacia las dos de la mañana, además, arribó otro grupo de artesanos dirigido por Santiago Bobadilla. Hubo una breve lluvia en horas de la madrugada, y después despejó quedando sólo algunas nubes en el cielo nocturno con hermosa Luna llena. Las avanzadas salieron a inspeccionar el lugar y a prepararse así para volar los puentes.
Todo parecía tranquilo y silencioso hasta que, hacia las 4:00 de la mañana del mismo día 19, llegó al lugar uno de los observadores que había sido enviado a inspeccionar la situación del Puente de Maipo, con su caballo a raudo galope. Sin bajar de la montura, fue categórico:

- "Dispersión en el acto... Viene tropa de caballería sobre la casa de Lo Cañas".

En efecto, el temido General Orozimbo Barbosa se había enterado ya de los planes conspirativos y envió de inmediato al lugar un destacamento al mando de su cuñado el Teniente Coronel Alejo San Martín, formado por 90 hombres de caballería y 40 de infantería. El muchacho vigilante y su avanzada los habían visto personalmente, deduciendo que correspondía a un movimiento de los gobiernistas por estos parajes. Probablemente habían sido informados por espías, algo que afirmó el periódico congresista "La Unión":

"Desgraciadamente, no faltó un delator, un miserable, un alma ruin y cobarde, un canalla, (que ha pagad0 ya con su vida la delación), el cual impuso al Dictador de lo que ocurría".

COMIENZA LA MASACRE

Torpemente y revelando la inexperiencia de los conjurados, éstos se pusieron a discutir en la conveniencia de creer o no la noticia traída por el testigo de sus propias filas y luego comenzaron a deliberar sobre si era apropiado tomar la decisión de marcharse abandonando la intentona. Para cuando por fin dieron la orden de salir, entonces, el rápido ejército gobiernista ya tenía prácticamente rodeado el fundo de Lo Cañas y era demasiado tarde para intentar el escape, pues a las fuerzas balmacedistas allí presentes se le habían unido miembros de la policía rural y secreta.
Por la situación descrita, cuando salieron desde los ranchos del campamento y trataron de bajar desde Lo Cañas, un grupo de los complotadores que descendían por el camino vio con horror cómo todos los matorrales y sombras se movían, asomando desde ellos los innumerables militares listos para darles captura.
Comprendiendo que la misión había fracasado irremediablemente, la estampida fue instantánea y trataron de correr entre la vegetación y los senderos interiores del fundo, pero la intensa luz de la Luna delataba sus siluetas y hacía la huida un verdadero infierno. A pesar de todo, algunos rebeldes como Ignacio Fuenzalida lograron eludir las balas y escapar, volviendo al sector más alto del Panul para advertir a los rezagados sobre la emboscada.
Al verse rodeados, varios se atrincheraron en la casita de vaquero y comenzaron a disparar contra las fuerzas militares balmacedistas, pero eran tan pocos que apenas se sintió el intento de resistencia y fue contestado con grandes descargas, que terminaron de echar a correr a algunos de los jóvenes, como almas que se la lleva el Diablo, cayendo en el intento el primero de ellos alcanzado por una bala, mientras que otros se entregaron manos arriba creyendo que, por no haber alcanzado a cometer los planes revolucionarios, sus vidas serían respetadas... Craso error, como veremos. Undurraga y Bianchi, en tanto, habían logrado sobornar a unos captores que les permitieron marcharse del lugar.
Capturada ya gran parte de los rebeldes hacia las 6:00 de la mañana, estos fueron llevados hasta donde el propio San Martín allí presente. Hombre conocido por su hosquedad y sus toscas pasiones, según sus enemigos, procedió a identificarlos reconociendo entre ellos a un joven que había pertenecido al 8° de Línea pero que había sido apartado de las filas por considerársele sospechoso de simpatizar con la Junta. Iracundo, y delante del terror de los demás presentes, el jefe militar ordenó darle una brutal muerte allí mismo con bayonetas y disparos. Según cuenta Francisco Antonio Encina con ciertos detalles interesantes de lo sucedido, a continuación San Martín apartó a ocho muchachos de entre los mejor vestidos, y los hizo ejecutar por la espalda, dejando vivos a otros siete jóvenes y algunos artesanos. Se cuenta que estos primeros hombres asesinados fueron torturados y fusilados junto a unos álamos que había en el fundo (y que ya no existen), robándoseles también sus pertenencias.
Mientras tanto, seguía la persecución a caballo y a pie de los fugitivos escapando entre los matorrales y quebradas. Cualquiera que fuera sorprendido caía bajo una avalancha de sables y descargadas, quedando destrozados casi de inmediato. "Los oficiales y soldados recorrían como fieras los cerros", diría después el periódico "El Heraldo". Estos uniformados contaron 23 liquidados más en tal cacería, pero cuando terminó de aclarar la mañana y se buscaron los cuerpos para llevarlos hasta la casa de Lo Cañas, sólo aparecieron 16, por lo que se presume que varios fingieron su muerte y lograron salir vivos, o bien fueron confundidos algunos durante el sangriento Pandemónium, siendo contados más de una vez.
Aunque veremos que muchas responsabilidades se atribuyeron directamente a Balmaceda, en su favor se puede decir que, a esas alturas, parece haber sido informado por la Comandancia de Armas de un ataque con enfrentamiento armado en Lo Cañas contra una montonera armada y no de la tropelía que en realidad estaba sucediendo. Al menos esa es la impresión que podría desprenderse del telegrama que envía a su Ministro Bañados Espinoza, ese mismo día 19:


"Anoche fuerzas del Gobierno atacaron montoneras de Santiago en fundo de Carlos Walker, que llegaban a ochenta o cien jóvenes. La montonera fue hecha pedazos".


A las 10:00 de la mañana, cuando todavía sonaban los disparos contra algunos fugitivos en los alrededores, San Martín había asaltado la casa de Aránguiz, quien no había huido por no sentirse parte del complot, en lo que sería su último error. Fue tomado detenido de inmediato. A continuación, fueron a la casa principal de Lo Cañas con los prisioneros que quedaban vivos, y se le entregó el vino y el aguardiente de las bodegas a todos los uniformados, ordenando prenderle fuego al inmueble y otras casas menores, arrojando varios de los cadáveres al interior de las llamas. Pocos edificios se salvaron de la barrida a fuego, como la capilla familiar del fundo por su carácter religioso. Las bodegas de vino tambien sobrevivieron a medias, existiendo hasta hoy.
Liberados ya de las cadenas morales y embriagados tanto por el alcohol como por la euforia, las mujeres de los inquilinos fueron entregadas a la soldadesca y se vieron más bárbaras escenas de salvajismo, cometidas por esos mismos ejércitos que antes habían podido presumir de su actuación impecable y su rectitud de comportamiento hacia el enemigo casi sin máculas en los teatros bélicos, haciendo ahora contra sus propios compatriotas todas esas infamias que el folklore del patriotismo herido de los otrora enemigos en la Guerra del Pacífico, les imputaban como prácticas atroces de inhumanas, cual profecía autocumplida.

LOS ÚLTIMOS PRISIONEROS

Creyendo todo terminado, el comandante ordenó bajar a sus hombres de vuelta a Santiago, llevando a los prisioneros Arturo Vial Souper, Carlos Flores, Alberto Salas Olano, Wenceslao Aránguiz, Arsenio Gossens, Ismael Zamudio Flores, Manuel Campino y Santiago Bobadilla. Pero en el camino fue interceptado por enviados de Barbosa, comunicándole la orden dada por éste de regresar a Lo Cañas, pues había determinado que debía hacerse un Consejo de Guerra liderado por el Coronel José Ramón Vidaurre, para juzgar a los siete prisioneros y al administrador Aránguiz.
El dramático decreto de marras, emitido el mismo día 19, decía lo siguiente:

"Núm. 365.
Nómbrase un Consejo de Guerra que procederá sumariamente y en el término de seis horas a resolver lo que corresponde sobre el castigo que merecen las montoneras y las tropas irregulares armadas para maltratar la Constitución y el respeto a las autoridades legalmente constituidas; y con arreglo a lo dispuesto en el Art. 4.° del título 13 de la Ordenanza General del Ejército, Arts. 141 y 143 del título 80 del mismo Código, servirá de presidente del Consejo el coronel Don José Ramón Vidaurre, y de vocales los capitanes, Don Juan Agustín Duran, Dr. Manuel Quezada, Don Arturo Rivas, Don Leopoldo Bravo, Don Abelardo Orrego y Don Manuel A. Fuenzalida; Servirá de secretario el capitán Don Manuel H. Torres. Anótese y cúmplase.
O. Barbosa".


La intención de constituir el Tribunal era, claramente, darle un carácter de combate con legítimo castigo a los montoneros y escudarse en el decreto que había emitido el Gobierno, que castigaba seriamente los atentados a puentes y caminos pasando por encima de las penas que disponían el Código Militar y el Código Penal para estos delitos.
Sin embargo, previendo que completar tamaño crimen sería un gravísimo error que pasaría para siempre en la historia de Chile, Vidaurre no fue capaz de ordenar más ejecuciones, informando a Barbosa ya en horas de la tarde lo que realmente había ocurrido en la madrugada: una matanza despiadada, poniendo en duda las atribuciones que se tomó la comandancia y exigiendo que los prisioneros que quedaban vivos fueran conducidos a Santiago. Cándidamente, esperaba alguna reacción humanitaria y un aterrizaje en la sensatez de parte del General.
Según datos aportados a Encina por el General José Velásquez, su ayudante el Fiscal Reyes Ramos también intentó intervenir para evitar más derramamiento de sangre, pero todo fue en vano. Es por estas razones que muchos señalarían después al propio Balmaceda como responsable de la decisión final de matarlos, dado que fue imposible revertir el destino.
Joaquín Rodríguez Bravo, en "Balmaceda y el conflicto entre el Congreso y el Ejecutivo", expuso otra interpretación de las circunstancias de estos hechos:

"Pudo ese tribunal militar decir en su sentencia que sus víctimas  estaban convictas y confesas. Lo que no pudo afirmar fue cuál era el delito consumado sobre el cual había recaído esa confesión.
Aunque los términos de las órdenes verbales impartidas por Barbosa a Vidaurre, acaso habrían facultado a éste para proceder a una ejecución inmediata, resolvió que el mayor Escala trajera a Santiago el sumario que acababa de levantarse, a fin de que las responsabilidades de lo obrado no recayeran directamente sobre él, sino sobre el general Barbosa".


Por su parte, el General José Francisco Gana habría ido a entrevistarse con el propio Presidente Balmaceda en aquellos tensionantes momentos, quien tras los fusilamientos anteriores de Putagán y Río Claro había ordenado que las sentencias de penas capitales que decidiera la comandancia no fueran comunicadas al Gobierno, libertad que probablemente facilitó el actuar cometiendo excesos. Desobedeciendo esta instrucción, Gana intentó convencer a Balmaceda de inmiscuirse en el asunto de manera tal que no se viera involucrado en las responsabilidades de San Martín y Barbosa por la matanza, pero se negó terminantemente y fue imposible sacarlo de su tozuda convicción.

SEGUNDA PARTE DE LA MATANZA

Mientras eso sucedía en la angustiosa espera, llegaba de regreso a Lo Cañas el Teniente Coronel Aris con el mismo oficio que Vidaurre le había enviado a Barbosa. Según el diario "El Ferrocarril" (3o de noviembre de 1891), venía con una anotación hecha por este último al pie de la misma con la orden:

 "Que sean ejecutados inmediatamente todos"... Nada más que discutir.

Lo anterior es confirmado en carta del 10 de septiembre de ese año a "El Porvenir", remitida por el  Subteniente de Guardias Nacionales Movilizadas don J. Alejandro Miniño Castillo para negar acusaciones vertidas en su contra por el periódico, y donde señala que vio el regreso de San Martín hasta El Panul diciendo que Barbosa le había expresado "que no quería tener prisioneros, y que los volvieran para que se cumpliera lo que de antemano se había ordenado". También comenta Miniño la resistencia que demostró Vidaurre -como Presidente del Tribunal- a ejecutar a los prisioneros, informando de esto por una nota dirigida a Balmaceda con los nombres de los ocho jóvenes; pero la respuesta inmediata del mandatario habría sido tajante, según él: 

"que en el momento se fusilaran, sin consultarse la resolución, y que no quería saber quiénes eran los jóvenes; que después sabría". 

Resignado, Miniño estuvo con ellos durante esa última noche, les dio comida y bebida y le pasó lápiz con papel a algunos para que escribieran sus cartas de despedida. Así lo hizo Carlos Flores, para su padre don Máximo Flores, a quien Miniño le hizo llegar discretamente la nota a través de unas sobrinas.
Y así, los últimos ocho prisioneros, fueron torturados y ejecutados allí mismo contra la pared de una bodega, hacia las 7:00 de la mañana del día 20 de agosto. Miniño diría que él y el Mayor Escala no fueron capaces de observar la dantesca escena, retirándose fuera de la parcela. Se cree que dicha bodega aún existe en el sector, aunque otras opiniones nos dicen que el señalado edificio pudo ser reconstruido, aunque sea parcialmente.
Uno por uno, se les trató con una crueldad inusitada, vesánica, interrogándolos sobre el paradero de otros miembros del comité, antes de darles muerte. Ni siquiera les permitieron contar con un sacerdote antes de ser fusilados, a pesar de que rogaron por la presencia de alguno antes de morir. Todavía está en pie allá en El Panul parte de un muro de adobe con las aparentes marcas de las balas de la ejecución, y la pared de lo que era la casita del cuidador, allí en el acceso a una propiedad privada cercana al camino de las torres de alta tensión y frente a una cruz conmemorativa que se instaló en el lugar de la matanza.
El administrador Aránguiz, en tanto, fue sometido a toda clase de tormentos monstruosos para que informara el paradero de su patrón Walker Martínez, que casi de seguro desconocía en esos momentos. Hombre mayor que los demás chicos, antes de enfrentar el horror final y clamar para que se le diera muerte liberándolo del sufrimiento, habría hecho una encendida proclama a sus verdugos de acuerdo a la información que presentó Rodríguez Bravo:

"¡Soldados! ¡Aún es tiempo que volváis las espaldas al tirano que servís; aún es tiempo que volváis a ser leales y patriotas chilenos! Mirad esos inocentes mártires: ¿No os tiembla la mano al dirigir contra sus pechos las armas que vencieron en Chorrillos y Miraflores? Plegaos a la causa de la ley, y salvaréis a Chile, haciendo rodar sobre la tabla del patíbulo la cabeza del tirano".


Quizás se trate sólo de una leyenda que agrega dramatismo a los hechos, sin embargo, pues se sabe que a Aránguiz se le torturó de tal manera que ni siquiera pudo llegar por sus medios al banquillo, siendo llevado a rastras tras dos centenares de azotes, golpes de sables amarrado a un árbol, la fractura de sus piernas y quemaduras con parafina encendida. San Martín le había prometido a él y a otros que los perdonaría si le daban dinero, como sucedió con Undurraga tras reunírseles 5 mil pesos y algunas alhajas, pero no cumplió en el caso de Aránguiz y tampoco en el de Arturo Vial.
Tras ejecutar la orden de liquidarlos, San Martín hizo quemar los cadáveres luego de rociarlos con parafina. De esta manera, se consumaba ante la historia de Chile la sangrienta Matanza de Lo Cañas.

LAS VÍCTIMAS

Hacia esas mismas horas, el señor Eduardo Borne hacía gestiones para intentar recuperar el cuerpo de su hermano Vicente y darle cristiana sepultura, tras enterarse de lo que había sucedido allí en la precordillera. Se dirigió primero a la Comandancia General de Armas explicándole sus motivaciones, pero la respuesta fue negativa. Borne aseguraba que había oído a un diputado balmacedista diciéndole: "es inútil pedir permiso para traer los cadáveres: los montoneros no tienen sepultura; mueren como los perros". Sin embargo, sólo después de mucho insistir, Barbosa lo autorizó pero advirtiéndole que no se haría responsable si le sucedía algo allá arriba.
Borne fue así, el primero o uno de los primeros civiles y familiares en llegar desde Santiago al teatro del masivo crimen, observando cómo los soldados bajaban con sus botines y ganado robados, varios totalmente ebrios, brindando todavía con aguardiente y hasta insistiéndole al acongojado señor que compartiera un trago con ellos, a lo que accedió para no despertar sospechas. Al seguir hasta Lo Cañas, observó los cadáveres cortados horrorosamente, y la gente de los fundos confundida y asustada con lo ocurrido, según le detallaba a Olivos por carta redactada para apoyar su investigación:

"Allí veíase un cráneo dividido en dos partes, con muestras tan sólo de cuero cabelludo; acá una mano crispada aún después de la muerte; más allá una pierna, un brazo; en la pared trofeos de cerebro y manchas oscuras de sangre.
¡Ah Jorge! todavía tengo ante mis ojos esa venda de horror, ese hacinamiento de restos humanos!..."

Tras buscar angustiosamente, Borne encontró a su hermano "con el cráneo despedazado, vaciados los sesos, los muslos rotos a hachazos", al lado de sus amigos Isaías Carvacho, Arsenio Gossens y Ramón Irarrázabal.
En la tarde del mismo día 20, fueron sacados del fundo todos los cadáveres, distribuidos en cinco carretones grandes que bajaron por el camino de Lo Cañas. Según "La Unión", algunos habían sido extrañamente cortados por la mitad y colgados, como bustos, antes de haber sido pasados por el fuego. Probablemente la mayoría habían acabado quemados a esas alturas. Es de suponer que el odio a los congresistas se había mezclado con el resentimiento a la condición aristocrática de los conspiradores, como receta de una amarga pócima para crear asesinos, sazonada con el alcohol.
Tras horas de viaje se llevaron los cuerpos hasta el Cementerio General de Recoleta, aunque inicialmente se había dispuesto que fueran a la morgue para ser reconocidos por sus familiares. No obstante, como tantos de ellos estaban quemados e irreconocibles, esto no fue posible ni necesario. Al llegar al camposanto en el día siguiente, se dio la orden de arrojar los cuerpos a la fosa común. Sin embargo, el humanitario administrador del Cementerio General, don Juan Santa María, desobedeció las órdenes y decidió entregar los restos a sus deudos y familiares, o al menos los que pudieron ser reconocibles luego de grandes dificultades. Otros restos de los carbonizados fueron a parar a una fosa especial, más tarde siendo colocados en un monumento con bóveda inaugurado en 1896 en el propio cementerio, y del que hablaré más en la segunda parte de esta crónica sobre la Matanza de Lo Cañas.
De acuerdo al parte oficial, las víctimas eran 33, aunque más tarde se halló evidencia de que al menos tres de las personas que allí figuraban muertas no perecieron en la Matanza de Lo Cañas, por lo que se presume de errores en la identificación de los cadáveres. También se ha dicho que la cremación de los cuerpos y la condición humilde de muchos de ellos revueltos entre los de las más aristocráticas víctimas, pudo haber disminuido drásticamente la cuenta real de muertos, que sería muy superior pero indeterminable con exactitud ya a estas alturas. Una cifra muy repetida sobre el total de muertos es 84, pero esto parece ser un error: se toma de la cantidad todos los reunidos y que según Olivos Borne, sumaban este número, mas no se resta a los que lograron escapar ni a los que posiblemente se encontraban en labores de vigilancia fuera del grupo cuando sucedió la emboscada.


DESPUÉS DE LOS FUSILAMIENTOS

Las repercusiones políticas por lo ocurrido en Lo Cañas no demorarían en sentirse, alcanzando incluso ribetes internacionales. Veremos que una verdadera explosión propagandística volcó contra Balmaceda esta masacre, como símbolo definitivo de la "dictadura" que se le imputaba. Algunos hablaron incluso de "el último crimen" del mandatario. Y a pesar de su admiración y simpatía por Balmaceda, el Ministro Egan de la legación de los Estados Unidos de América en Santiago, informó a su gobierno que la masacre había sido de una barbarie extrema. Unos días después, el periódico "The New York Times" titulaba así una nota del 15 de noviembre: 

"La Matanza en Lo Cañas: la carnicería cometida bajo las órdenes de Balmaceda".

Comprendiendo tardíamente la gravedad de lo sucedido y los efectos que tendría para lo que le quedara de legitimidad, el Presidente Balmaceda ordenó instruir un sumario para aclarar lo que había sucedido en Lo Cañas y de quiénes eran las responsabilidades directas, pero sus días para alcanzar a hacer algo en el Gobierno ya estaban contados: el 21 de agosto, había tenido lugar la Batalla de Concón donde triunfaron las fuerzas congresistas, seguidas una semana más tarde de la rotunda victoria de Placilla, donde fueron arrasadas las fuerzas gobiernistas y sus principales jefes militares emboscados, cazados y pasados por las armas, incluyendo al controvertido General Barbosa.
Sin más remedio, Balmaceda entrega el mando al héroe del '79 el General Manuel Baquedano al día 29 siguiente, refugiándose en la Embajada de la República Argentina valiéndose de los nexos familiares que lo unían al representante del Río de la Plata. Días de furia se vivirán en la capital, persiguiendo sin piedad a los balmacedistas en venganza a hechos como el de Lo Cañas y las demás ejecuciones. Los congresistas entran a Santiago el 30 de agosto y el 3 de septiembre se establece la nueva Junta de Gobierno, llamando a elecciones parlamentarias y municipales... Comenzaba la República Parlamentaria, poniendo fin a la era de los liberales del siglo XIX.
Decidido ya a quitarse la vida, en un triste día de Fiestas Patrias cuando terminaba su período constitucional, el trágico Balmaceda escribe su dramático pero extraordinario "Testamento Político", donde reafirmaría su posición frente a las atrocidades sucedidas y su concepto sobre las responsabilidades que tocaran o no al Gobierno:

"Si las fuerzas destacadas en persecución de las montoneras y el cuidado de los telégrafos y de la línea férrea de la cual dependía la existencia del Gobierno y la vida del Ejército, no han observado estrictamente la Ordenanza militar y han cometido abusos o actos contrarios a ella, yo los condeno y los execro. Estoy cierto que conmigo los condenan igualmente todos los que contribuyeron a la dirección del Gobierno en las horas peligrosas de la Revolución.
Todos sabemos que hay momentos inevitables y azarosos en la guerra, en que se producen arrebatos singulares que la precipitan a extremidades que sus directores no aceptan y reprueban. La trágica muerte del Coronel Robles, herido al amparo de la Cruz Roja, la muerte violenta de algunos jefes y oficiales hechos prisioneros en Concón y la Placilla, el desastroso fin del Ministro y cumplido caballero don Manuel María Aldunate, y los desvíos que se aseguran cometidos contra la montonera que se organizó en Santiago, prueban que en la guerra se producen, a pesar de la índole y de la recta voluntad de sus jefes, hechos aislados y dolorosos que a todos nos cumple deplorar.
Aunque nosotros no aceptamos jamás la aplicación de los azotes, se insiste en imputarnos los errores o las irregularidades de los subalternos, corno si en el territorio que dominó la Revolución no se hubieran producido, desgraciadamente, los mismos hechos".


Se suicida de un tiro el día 19, y sus restos van a parar a una sencilla cripta en el Cementerio General, antes de contar con un mausoleo propio en el camposanto. Proclamado como un verdadero héroe, Jorge Montt asumirá la Presidencia de la República en el mes siguiente.
Tiempo después, Rodríguez Bravo seguirá preguntándose en su libro sobre la Guerra Civil por las responsabilidades directas o indirectas de Balmaceda en el holocausto de Lo Cañas:

"¿Hasta dónde llegan, ahora, las responsabilidades de Balmaceda y sus ministros, por el horroroso suceso que acabamos de narrar? ¿Puede considerárseles culpables de todo lo acontecido? ¿El tribunal militar obró con estricta sujeción a las leyes? ¿Las infracciones de éste debieron o no ser corregidas por el Dictador?
Está fuera de duda que ni Balmaceda ni sus ministros dieran instrucciones a San Martín de asesinar a los que se rindieran, ni de violar y quemar sus cadáveres. La responsabilidad pesa únicamente sobre el autor de estos crímenes y sobre Barbosa, quien sabía de todo lo que era capaz su hermano político Alejo San Martín.
No pasa lo mismo con los actos posteriores a la matanza".

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