El edificio en el que vivieron en México decenas de exiliados republicanos.-a





El 24 de agosto de 1944 los soldados de la Francia Libre arrebataron París a los nazis. Entre aquellos combatientes, 146 republicanos españoles de la novena compañía de la División Leclerc, ‘La Nueve’, daban el paso para liberar a Europa del fascismo. Cinco años antes, tras el final de la Guerra Civil en España, más de 200.000 personas tuvieron que huir de la dictadura de Franco, alrededor de 25.000 llegaron a México como refugiadas.

Ese 24 de agosto, a miles de kilómetros, en el centro de la Ciudad de México, muchos republicanos con lágrimas en los ojos brindaron por la victoria contra los nazis en el Hall del edificio Ermita, en el barrio de Tacubaya. Carlos Ordóñez, tenía entonces siete años, pero recuerda cómo sus padres, con quienes llegó a México en el buque Nyassa, le sacaron de la cama para celebrar la liberación de París. “Carlitos, levántate que tenemos que festejar”, le dijo su padre.

Era la señal de que pronto volverían a casa, en cuanto los aliados sacaran a Francisco Franco del poder después de terminar la Segunda Guerra Mundial. Eso nunca pasó y esa “traición y abandono” como recuerda el protagonista de esta historia, quedaron pinchados en el corazón de los padres de Carlos y el resto de exiliados, quienes empezaron una nueva vida en México.

Fue ahí, en el Ermita, donde muchos republicanos encontraron su primera casa. El edificio, de estilo art déco, propiedad de la Fundación Mier y Pesado, fue construido por el arquitecto Juan Segura  y ofrecía por un precio razonable pequeños departamentos amueblados que hasta la fecha conservan la esencia de los años treinta.

Esta enorme construcción con 78 viviendas fue uno de los primeros rascacielos de México, el primero construido con cemento armado. Actualmente está protegido por el Instituto Nacional de Bellas Artes y conserva los elementos originales con los que fue levantado, incluido el viejo elevador. Una joya de la arquitectura mexicana de la primera mitad del siglo XX.

Con 81 años y apoyado en su bastón, Carlos Ordóñez vuelve acompañado de su amiga de la infancia Laura de la Torre, de 76, a la que fue su casa. Juntos recorren los pasillos del edificio en el que se creó una pequeña España de la resistencia donde no faltaban las tertulias, las fiestas y reuniones; la tortilla de patata, el vino y el vermú. “Me emociona estar aquí, es una casa en la que están todos mis recuerdos”, dice Laura, hija de exiliados.



Carlos y Laura fueron vecinos de Manuel Altolaguirre y su familia. “Era muy pintoresco, muy espléndido”, cuenta Ordóñez del poeta. “Estacionaba su coche y lo dejaba abierto para que los niños de la calle se pudieran meter a dormir o para que no les diera el sol”, añade.



El hombre echa a volar la memoria y recuerda a la pandilla de chavales refugiados de todas partes que acabaron siendo amigos. “Muchos centroeuropeos y especialmente los judíos, los perseguidos por el nazismo alemán y el fascismo italiano, encontraron en México un lugar seguro para vivir. En el Ermita había algunos de ellos (…) aunque también había algunos alemanes declaradamente nazis”, cuenta Ordóñez en su libro Un niño ‘refujiao’. Una infancia en el edificio Ermita, editado por el Ateneo Español de México —la institución que preserva la memoria del exilio republicano—.



Cada esquina del Ermita guarda un secreto. Sus paredes robustas y sus puertas de madera han oído historias de amor, guerra, espías y traiciones. Muchos intelectuales exiliados fueron asiduos del lugar, entre ellos, el poeta Luis Cernuda y el famoso arquitecto Félix Candela.



Años antes, en 1935, Rafael Alberti y su mujer, la también escritora de la generación del 27 María Teresa León, conocieron en su departamento a un joven poeta de 19 años, llamado a convertirse en uno de los escritores más importantes de México, Octavio Paz. “Animados por su cordialidad visitamos con frecuencia a Rafael Alberti y María Teresa León en su minúsculo apartamento del recién construido Edificio Ermita. Recuerdo algunos paseos con Rafael y fragmentos de conversaciones sobre lo humano y lo divino, más sobre lo primero que sobre lo segundo (...) Aquí terminó Alberti su elegía a la muerte del gran torero Sánchez Mejía, Verte y no verte (...) La estancia de los Alberti fue memorable y dejó, entre las montañas y el aire fino del Altiplano, un poco del mar de Cádiz”, decía Paz en 1990.

En uno de los departamentos del último piso, bajo la vidriera del techo que había diseñado Diego Rivera con varios aviones sobre un enorme sol rojo, estuvo uno de los lugares que Ramón Mercader utilizó en 1940 para planear el asesinato de León Trotsky. Así lo cuenta Leonardo Padura en su novela El hombre que amaba a los perros: “Cada mañana se despedía de Sylvia con la excusa de que se dirigía a las oficinas que decía haber abierto en una suite del edificio Ermita”, narra la novela. Mercader, conocido como el asesino del piolet, consiguió infiltrarse en los círculos trotskistas de la capital mexicana para asesinar por orden de Stalin al ideólogo y creador del Ejército Rojo. Carlos recuerda la historia muy bien, dos años después, él y su familia llegaron al edificio. Pese a la alta rotación de inquilinos, hay nombres que no se olvidan.



Desde el Ermita no se ve el mar, aunque muchos republicanos miraran por sus ventanas intentando imaginar entre los tranvías, más allá de los árboles de Chapultepec, el otro lado del Atlántico. Su forma recuerda a uno de los barcos en los que los republicanos llegaron al puerto de Veracruz, ese edificio significó el comienzo de una nueva vida y un golpe de realidad, como cuenta Carlos Ordóñez en sus memorias: “Como esas matas redondas que corren por el desierto, habíamos ido de un lugar a otro. Vimos pasar poblados y ciudades. Vimos aparecer y desaparecer familiares y amigos. Vimos surgir mares y continentes. Siempre empujados por un viento de esperanza (...) El viento de esperanza cesó. Era el momento de echar raíces”.

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