El macartismo II a


El diablo que enseñó a golpear a Trump
11 MAR 2017
De izquierda a derecha, Donald Trump, el alcalde Ed Koch y Roy Cohn
 en la inauguración de la Torre Trump en 1983.

Es una historia antigua, casi enterrada. Pero Donald Trump se ha encargado de resucitarla. Acorralado por el escándalo del espionaje ruso, sus apelaciones a que es objeto de “una caza de brujas y una víctima del mcCarthismo” han reverdecido la memoria de una de las amistades más oscuras del presidente de Estados Unidos. Un vínculo que hunde sus raíces en los años cincuenta, cuando la nación cayó en la histeria anticomunista y adoró al monstruo de la sospecha. Su protagonista fue el diabólico abogado Ray Cohn.

 “En la vida de Trump jugó un papel fundamental, Cohn fue su gran mentor, el hombre que le enseñó a golpear”, dice Marc Fischer, editor en The Washington Post y coautor de la biografía Trump, al descubierto.
Muerto hace 30 años, la existencia de Cohn tuvo dos momentos estelares. El primero le llegó a los 23 años, cuando como asesor jefe del senador Joseph McCarthy (1908-1957) orquestó uno de los mayores aquelarres del siglo XX americano. El segundo ocurrió mucho después, en octubre de 1973 en el exclusivo establecimiento neoyorquino Le Club. Para entonces, Cohn tenía 46 años, un Rolls Royce verde dólar y ejercía de abogado de éxito para clientes dudosos.
En aquel templo de millonarios encanecidos, el antiguo macarthista conoció a un joven con ambiciones faraónicas. Un tigre de 27 años llamado Donald Trump que había decidido dejar atrás las medianías del Queens paterno y salir a la conquista de Manhattan. Lo que ahí surgió fue algo más que una amistad.
Cohn seguía siendo alguien muy conocido. La fama le había llegado en su primera juventud cuando como fiscal empujó a la silla eléctrica al matrimonio Ethel y Julius Rosenberg bajo la acusación de haber entregado secretos atómicos a la Unión Soviética. 
Su modos inquisitoriales en aquel juicio le valieron las simpatías de McCarthy, quien no dudó en tenerle como primer espada de su temida caza de comunistas. Juntos acabaron con la carrera de miles de inocentes y fabularon conspiraciones paranoicas. Ante un país electrizado por el odio, su poder inquisitorial alcanzó tal penetración que el propio presidente Dwight Eisenhover tuvo que intervenir para desactivarlo.
Tras su censura por el Senado, McCarthy acabó sus días alcoholizado. Cohn se reconvirtió en un letrado tan brillante como poco escrúpuloso y amante del dry-martini. 
Entre otros, defendía a los jefes de las familias mafiosas Gambino y Genovese”, explica el premio Pulitzer David Cay Johnston, autor de la biografía The making of Donald Trump.
Asiduo de Le Club, Trump llevaba tiempo observando a aquel escualo, hasta que aquella noche decidió a acercarse y pedirle asesoramiento sobre una causa que les quitaba el sueño a él y a su padre. Propietarios de 14.000 pisos en Brooklyn, el Gobierno federal les investigaba por negarse a alquilar a viviendas a negros. No era la primera vez. Veinte años antes el progenitor se había enfrentado a acusaciones similares que incluso derivaron en una famosa canción protesta de uno de sus inquilinos, el legendario músico Woody Guthrie. Pero esta vez, las pruebas acumuladas eran muchas más y la resonancia del caso amenazaba con una catástrofe.
Al conocer el asunto, Cohn no lo dudó. Lejos de recomendarle pactar, soltó:
 “Diles que se vayan al infierno y lucha en los tribunales”. Esa agresividad enamoró a Trump.

Poco tiempo después, guiado por el abogado, el joven promotor convocó una conferencia de prensa en la que acusó al Departamento de Justicia de haber fabricado el caso contra él y exigió una reparación de 100 millones de dólares. El golpe acertó. Los Trump lograron un acuerdo sin necesidad de declarar su culpabilidad. 
“Fue un momento clave. Cohn le mostró el camino: no ceder, no cooperar, llamar como sea la atención y ganar los casos en los medios”, indica Fischer.
A partir de entonces, el abogado devino en el maestro de Trump. Casi un segundo padre que moldeó su carácter y le enseñó a “golpear, golpear y golpear”. “Trump aprendió mucho de Cohn, fue quien le instruyó en cómo atacar al Gobierno y a los periodistas que no hacían lo que quería”, explica David Cay Johnston.
El letrado, bien relacionado, abrió a su nuevo amigo las puertas del Nueva York dorado. Le sentó a la mesa de los grandes políticos, le representó en los casos más espinosos, y le aconsejó en detalles tan íntimos como el acuerdo prenupcial con la modelo Ivana Zelnickova. Ambos conectaban. Estaban hechos para el lujo y la atención mediática. Y eran implacables. “Se parecían en métodos y creencias”, dice Fischer.
A Trump, además, le importaban poco las complejidades de su abogado: un homosexual que insultaba en público a los homosexuales; un extremista que hasta sus últimos días aplaudió al senador McCarthy.
La pareja dio un largo paseo por el lado salvaje. Y no sólo el de las noches locas de la discoteca Studio 54. Cohn era un nigromante del poder y en su lista de contactos figuraban desde el turbio director del FBI, J. Edgar Hoover, hasta el jefe mafioso Anthony Salerno.

“Nunca me engañé sobre Roy. No era un boy-scout. Un día me dijo que había pasado más de dos tercios de su vida adulta procesado por un cargo u otro. Eso me fascinó”, escribiría años más tarde el magnate.

La amistad terminó de forma natural. Cohn, arrasado por el VIH, murió el 2 de agosto de 1986. Tenía 59 años y acababan de expulsarle de la abogacía de nueva york. Entre otros hechos se le condenaba por haber entrado en la habitación del agonizante y senil multimillonario Lewis Rosenstiel, tomarle su mano y, bajo engaño, obligarle a firmar un documento que le nombraba albacea de sus bienes. Ese era Roy Cohn.
Pero su fallecimiento no trajo el olvido. La sombra del abogado nunca ha dejado de perseguir a Trump. Y cuando la semana pasada, acosado por el escándalo ruso, el presidente declaró que era víctima del “mcCarthismo” y acusó sin pruebas a Barack Obama de haberle grabado conversaciones telefónicas, muchos creyeron ver en la Casa Blanca al fantasma de Cohn. Muy cerca de Trump, aconsejándole al oído: golpea, golpea, golpea.




El Senado de EE UU abre los archivos de la 'caza de brujas'
Washington 6 MAY 2003

El Senado de Estados Unidos abrió ayer a la luz pública uno de los pasajes más oscuros de su historia. Las transcripciones de los interrogatorios a puerta cerrada efectuados por el senador Joseph McCarthy, que en 1953 y 1954 dirigió una caza de brujas contra supuestos comunistas en el gobierno y el mundo de la cultura, fueron entregadas a la prensa en la misma sala donde se vivió el marcartismo.
Dos senadores, la republicana Susan Collins y el demócrata Carl Levin, y un historiador, Donald Ritchie, se encargaron durante meses de recopilar las transcripciones con el objetivo de que, una vez publicadas, sirvieran, en palabras de Collins, como "advertencia a futuras generaciones" sobre los excesos del poder.
Los documentos revelados ayer demostraban que McCarthy utilizaba las sesiones a puerta cerrada como ensayo de los reuniones públicas del Subcomité Permanente de Investigaciones. Quienes plantaban cara al senador republicano de Wisconsin no eran generalmente convocados posteriormente a las sesiones abiertas a la prensa. "McCarthy sólo estaba interesado en las personas a las que podía vapulear públicamente", comentó Donald Ritchie. Entre los interrogados en secreto estaban el periodista de The New York Times James Scotty Reston, el compositor Aaron Copland, y Eslanda Goode Robeson, esposa del actor y cantante Paul Robeson, uno de los incluidos en las listas negras de presuntos comunistas de Hollywood.
Desde su posición, presidente del subcomité de investigaciones, McCarthy lanzó una amplia campaña contra miles de supuestos implicados en "actividades antiamericanas". Fue una cruzada que se cebó especialmente con actores, directores y guionistas de cine: McCarthy buscaba, sobre todo, satisfacer su ego, y acusar a figuras populares le proporcionaba notoriedad. "Utilizó su posición para amenazar, intimidar y destruir vidas", dijo ayer Norm Coleman, el senador que preside actualmente el subcomité de investigaciones.
La campaña de Joseph McCarthy acabó en cuanto el senador quiso buscar comunistas en el gobierno federal y el ejército. El presidente Dwight Eisenhower hizo que McCarthy se arruinara a sí mismo ordenando que las sesiones públicas del subcomité fueran retransmitidas por televisión. Todo el público pudo comprobar el estilo del personaje, y su habitual estado de ebriedad. El Senado censuró a McCarthy en 1954. Murió, alcoholizado y paranoico, tres años más tarde.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 6 de mayo de 2003



30 minutos de TV y valentía
1 FEB 2017 

En todo relato del siglo XX estadounidense que se respete hay siempre un sastrecillo valiente, un Juanito Habichuela matador de gigantes: alguien como Edgar R. Murrow.
Se atribuye a Murrow, junto con William L. Shirer, la “invención” del periodismo radial estadounidense. A comienzos de los 50, su prestigio se remontaba a los años de anteguerra, cuando el joven Murrow transmitía desde Praga clarividentes reportes sobre la crisis de Múnich que desembocaría en la Segunda Guerra Mundial.
Culto y cosmopolita, para 1953 Murrow era el “ancla” de un programa pionero del telereportaje “en profundidad”: See it now (Véalo ahora), de la red CBS. Los valores políticos de Murrow eran los del demócrata liberal estadounidense, pluralista y tolerante. Con ese perfil, era un verdadero milagro que Murrow no figurase todavía en la lista negra del senador Joe McCarthy, cazador de critpocomunistas.
Murrow sabía inevitable que el protervo subcomité investigador de “actividades antiamericanas”, presidido por McCarthy, se fijase en él y hurgase maliciosamente en su trayectoria de independencia intelectual.
Con el tiempo acortándose cada día, la noche del 9 de marzo de 1954 la emisión de Véalo ahora estuvo por completo dedicada al senador McCarthy y sus métodos.
El efecto de aquella única transmisión de sólo media hora fue devastador para McCarthy y la caza de brujas. Antes de salir al aire, Murrow debió ponerse los guantes con la gerencia ante la amenaza de los patrocinadores de retirar la publicidad, pero esa historia nos llevaría muy lejos.
Más de 80 millones de estadounidenses presenciaron lo que, en rigor, fue una magistral pieza de revelación de una personalidad psicopática, al tiempo que una oportuna y contundente vindicación de los derechos constitucionales de los estadounidenses. Al día siguiente, uno de los impresionados televidentes, el mismísimo presidente Eisenhower, declaró que Joe McCarthy era “un peligro para el partido republicano”.
Semanas más tarde, ABC inició la transmisión televisada de las audiencias del “comité McCarthy”. Cada tarde, los televidentes confirmaban los asertos de Murrow al ver los arrebatos, las desmesuras, los abusos verbales, las triquiñuelas de abogado fullero y “aporreador” del senador McCarthy en el curso de sus interrogatorios.

En 2005, George Clooney dirigió un meritorio film sobre el papel de Murrow en la derrota del macartismo. El extraordinario David Strathairn, encarnando a Murrow, fue postulado para el Oscar como mejor actor.
La transcripción de la emisión en vivo del Véalo ahora del 9 de marzo del 1954 se lee, todavía hoy, como modelo de equidad informativa en tiempos de gran crispación política. En diciembre de aquel año, a menos de siete meses de haber salido al aire el reportaje sobre el comité McCarthy, el Senado de los Estados Unidos aprobó, por 65 votos contra 22, la censura a McCarthy por su “conducta indigna del senado”. Era el final del comienzo para el macartismo.
En el texto de despedida del programa, leído por Murrow aquella noche, hay resonancias de Thomas Jefferson: 

 No debemos confundir la disidencia con la deslealtad. No caminemos atemorizados los unos de los otros. Si hurgamos en nuestra historia […] veremos que no descendemos de hombres temerarios.Pero tampoco de hombres que temiesen escribir, hablar y asociarse para defender causas momentáneamente impopulares.”

La alocución de Murrow finalizaba con una pregunta retórica, extraída del Julio César de William Shakespare:

 “¿De quién ha sido la culpa? Ciertamente no suya [de McCarthy ]. El no creó esta situación de temor: simplemente la explotó exitosamente. Casio [el personaje shakesperiano] tenía razón: ‘La culpa de nuestras desdichas, querido Bruto, no la tienen los astros, sino nosotros mismos’”.


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